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El protocolo, desde hace siglos, se ha mantenido como el código de comportamiento que rige las relaciones sociales en la esfera pública así como todo lo relativo al orden y la organización de sus actos. A lo largo de la historia, sus formatos han ido ... cambiando pero no su esencia como vehículo eficaz de comunicación entre países y sus dignatarios o altos representantes. En las relaciones internacionales juega un papel determinante la diplomacia, el método reconocido para resolver de manera dialogada, previo paso a la negociación, cualquier asunto o conflicto entre dos o más naciones. Hay ocasiones en las que, por sentido común, protocolo y diplomacia se intercalan de forma obligada. Y los fastos con motivo de la coronación del rey Carlos III han propiciado un ejemplo de ello. Por primera vez, en una ceremonia de estas características, se cursó invitaciones a jefes de Estado. Nunca antes había ocurrido puesto que la tradición marcaba un carácter privado y sagrado al rito del soberano con su pueblo como testigo. Sin embargo, en esta ocasión, se pretendía escenificar una demostración de todo lo contrario. Así, en el interior de la Abadía de Westminster se congregó un elenco de lo más variado, desde Emmanuel Macron a Kate Perry o Lionel Richie. Se pudo contemplar el destacado lugar de las familias reales entre los cerca de 2.200 asistentes. Y, de igual modo, el relegado asiento reservado al príncipe Enrique. Un detalle que no ensombreció ni el protagonismo del heredero y la familia de éste, ni el boato místico del servicio religioso en el que el gobernador supremo y protector de la iglesia anglicana juró «fomentar un entorno en el que las personas de todas las religiones y creencias puedan vivir libremente». La liturgia y la pompa brillaron según lo planeado en los ensayos y como, seguramente, tantas veces había soñado el eterno aspirante a la entronización. Carlos III y Camila, una vez coronados, subieron a la carroza de oro rumbo al palacio de Buckingham para iniciar una nueva era.
Los retos que le esperan no son, precisamente, sencillos. Parte con un índice de aceptación entre los británicos cercano al 55%, muy por debajo del que despierta su primogénito. Y si la coronación de su madre, pionera en retransmitirse por televisión, captó a unos 20 millones de espectadores hace setenta años, la suya, que se difundió por primera vez también en internet, ha conseguido una audiencia media de 18 millones en los canales británicos. La sombra que proyectan las siete décadas de reinado de Isabel II es alargada. Con permiso del protocolo y la diplomacia, el monarca británico, a sus 74 años, va a tener que ponerse a trabajar a fondo en el marketing.
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