A mí hay pocas cosas que me quiten el sueño, y una de ellas es el estado en que estamos dejando el planeta. Cada vez que el termómetro se dispara, cuando escucho que los otoños de los dos últimos años han sido los más cálidos ... desde que tenemos registros, o si camino por la ladera del Montgó y percibo la sequedad en los pinares en la estación del año en que más verdes y brillantes deberían estar, se cierne sobre mí la pesadumbre de quien no ve el final del túnel. Todos los días sin excepción lo primero que hago al levantarme es mirar al cielo, con la esperanza de que amenace lluvia con alguna nube gris que quiera descargar sobre nuestra tierra seca. Rezo para que no se produzca algún tipo de compensación meteorológica que vierta en dos días toda el agua que no ha caído en dos años. Mi abuelo Batiste, llaurador, se sentaba sobre el poyo de la ventana para ver llover, y eran sus días más felices. Él, que seguramente nunca escuchó hablar del cambio climático ni del calentamiento global, sabía perfectamente que ploure bé, como dicen en el pueblo, era lo que nos daría la uva, los almendros, las tardes frescas de verano, el verdor de la montaña, y un pozo de agua rebosante de vida.
Tampoco hay muchas cosas que me pongan los pelos de punta, pero una de ellas es el pensamiento negacionista. No lo digo por la parte de la población ideológicamente negacionista que utiliza atajos cognitivos para dar sentido al mundo, que esa ha existido siempre y está muy estudiada en Psicología social. Son personas cuya mente está invadida por el pensamiento mágico, que creen en las teorías de la conspiración, que la tierra es plana, y que las vacunas contra la pandemia incluyen microchips que habilitan al Gobierno a espiar cualquier paso que demos. Imagínense qué angustia de vida, divisar las estelas de los aviones en el cielo y meterte rápidamente en tu casa porque crees en un contubernio mundial para rociarte con mejunjes químicos. Existe una correlación, por cierto, entre los negacionistas y quienes piensan que los extranjeros te quitan el puesto de trabajo, o los que acusan a las mujeres de feminazis. La mala noticia es que se trata de alrededor del diez por ciento de nuestra sociedad, lo que no es poco, y que el aferramiento a sus convicciones anticientíficas se ha visto alentado por la multiplicación de los efectos del sesgo de confirmación que han supuesto los amigos del Facebook y los grupos de Whatsapp. Uno de los terraplanistas más conocidos, Mike Hughes, se estrelló hace unos años en un cohete casero que había construido para llegar al espacio y demostrar que la tierra es plana. La buena noticia es que cuanta más educación hay un país, más disminuye el pensamiento negacionista.
Como decía, ellos no son los que me preocupan, porque no hay nada que el estudio y un adecuado tratamiento psicológico no puedan hacer. Me preocupa otra clase de negacionistas: los que ocupan cargos públicos y toman decisiones en el día a día, tienen instalado en su discurso el negacionismo y sus correlaciones, y convierten su escaño o su sillón en el consejo de gobierno en altavoz para lanzar imprudentemente sus misivas. Son personas que te sueltan en el periódico que lo del cambio climático es normal, que en las Fallas del año pasado vestían chaqueta de lino y este año chaqueta de lana, y se quedan tan panchos, seguramente relamiéndose por creerse muy ingeniosos. Son capaces de decirte que no hay ninguna prueba concluyente de que el cambio climático se debe a la acción humana, y a continuación te sonríen. Luego sueltan que la ciencia no se construye por consenso, sin tener ni idea de cómo funcionan los avances científicos, y te vuelven a sonreír, satisfechos por su elucubración. Esas afirmaciones sí me preocupan mucho. Los cargos públicos son al fin y al cabo referentes éticos para miles de personas, por lo que su responsabilidad debería ser máxima. Una ética democrática debería ser capaz de mantener al discurso negacionista fuera de las instituciones. Por supuesto, los cargos públicos que difunden posiciones negacionistas no piensan así de verdad. Dudo mucho de que no hayan leído un libro científico en su vida, o no se pregunten por qué día a día hace más calor. Lo sé porque he hablado con algunos de ellos, y me confiesan que es su rol, que están representando un papel y actuando en el espectáculo de la política. Que es que, finalmente, se deben a sus votantes, y deben mantener discursos coherentes con lo que piden quienes irán dentro de unos meses a las urnas y deberán elegir entre ellos o los de al lado. Para algunos cargos públicos negar el cambio climático es un acompañamiento de otras posiciones políticas en las que sí creen firmemente, como que las políticas de igualdad deben aplicarse igualitariamente a hombres y a mujeres sin beneficiar a estas, o que en la memoria histórica no debe hacerse énfasis en los represaliados. Para ellos, por lo tanto, el negacionismo es un vehículo del discurso que les sirve para transportar otros contenidos de mayor enjundia, algo así como una introducción neutra para facilitar las posiciones políticas que sí les importan.
Cuanta más educación hay en un país, más disminuye el pensamiento negacionista
Afortunadamente, el discurso negacionista de los cargos públicos es localista y, al menos por el momento, no trasciende más allá de su villorrio. Siguen buscando el borde de la tierra, pero parece que está algo apartado porque no llegan a él. En el campo mundial, el discurso negacionista está desarmado en todas sus dimensiones. Naciones Unidas lleva desde hace más de medio siglo -la Conferencia de Estocolmo, 1972- advirtiendo de las consecuencias de la crisis climática y del calentamiento global, y sus informes en este sentido son demoledores. Los científicos que realizaron las advertencias fueron acusados por algunos de catastrofistas, cuando lo que eran era optimistas: el cambio climático se ha acelerado como no lo contemplaban ni los peores pronósticos. Cuando en 2015, hace casi una década, Naciones Unidas lanzó los diecisiete Objetivos de desarrollo sostenible (ODS), uno de ellos, el decimotercero, apuntaba directamente al calentamiento global: Acción por el clima. Del resto, la mayoría cuentan con un componente ecológico relacionado con la crisis climática, como la energía asequible y no contaminante o la vida de ecosistemas terrestres. Cuando el discurso se eleva, no te aceptan que sea suficiente sacar al santo en procesión para pedir que llueva: debes arremangarte y trabajar por el planeta.
En Europa, en 2019 se aprobó el Pacto Verde Europeo, que tiene por objetivo que la Unión Europea sea climáticamente neutra en 2050. Para ello se están desarrollando toda una serie de medidas destinadas a detener las grandes emisiones contaminantes a la atmósfera que provienen de la industria, los edificios y los vehículos que siguen quemando combustible. En Europa no se comercializarán más coches a gasolina o diésel a partir de 2035, y el objetivo sigue vigente a pesar de haber pasado una pandemia y una crisis inflacionaria. Ante la evidencia de la aceleración de la crisis climática, las instituciones europeas que se renovarán dentro de unos meses deberían revisar y acortar los plazos.
La agenda ecológica es en estos momentos prioritaria en el mundo, y Naciones Unidas y la Unión Europea deben dar más pasos al frente para afrontar con valentía ese desafío. Quien no lo entienda, se quedará atrás. El verdadero discurso contra el negacionismo es el que propone soluciones teniendo en cuenta el mal estado en que está el planeta y la necesidad de adaptar nuestro comportamiento para vivir en armonía con la Naturaleza.
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