George Steiner fue un filósofo y profesor francoinglés que desarrolló una vida intelectual larga y muy activa durante el Siglo XX, en especial desde su ... cátedra en Cambridge. Falleció hace unos años, durante la pandemia, con una cuarentena de libros publicados sobre sus hombros. Entre ellos, me gusta en especial un breve ensayo que llamó 'La idea de Europa', y que por estos lares publicó Siruela con un magnífico prólogo de Vargas Llosa. 'La idea de Europa' es, de hecho, una conferencia que Steiner pronunció en el Instituto Nexus, en los Países Bajos, en 2003. Se la recomiendo, la puede leer en una tarde.
Con su característica capacidad discursiva, en unas decenas de páginas Steiner hace gala del sustrato común europeo: Europa está compuesta de cafés, desde el favorito de Pessoa en Lisboa hasta los de Copenhague que le gustaban a Kierkegaard, y en cuyas mesas se han mantenido vastas conversaciones y se han escrito grandes novelas y ensayos. Además, Europa ha sido y es paseada, y la cartografía europea tiene su origen en los pies humanos. La historia europea es una historia de largas marchas a pie, y las calles y plazas europeas, que tienen nombres de poetas, artistas y estadistas, son caminadas todos los días por miles de niños, mujeres y hombres porque están pensadas para caminar. De hecho, en Europa no hay Sáharas inescrutables, ni tundras impracticables, ni Amazonías imponentes; nuestro continente, si es que lo es, es pequeño y abigarrado, y ni el más caudaloso de nuestros ríos ni la más alta de nuestras cumbres han sido un obstáculo para el paso tranquilo y seguro de las personas. Por otro lado, dice Steiner, en Europa hasta un niño pequeño se inclina bajo el peso del pasado. Hay tanto que contar, tanto construido, que muchas veces, en el colegio o en la universidad, una clase de cualquier cosa se convierte en una clase de Historia. Porque la Historia, en todas sus dimensiones y especialidades -arte, cultura, filosofía y, cómo no, la terrible historia negra-, forma parte de la idea de Europa.
No creo que Steiner defienda una idea romántica de Europa. De hecho, él tenía poco de romántico, algo de poeta y mucho de sabio. Los buenos discursos, no obstante, se dan en momentos cruciales en los que el contexto determina su sentido. En 2003, cuando Steiner regresó a la tranquila Tilburg para pronunciar su conferencia, Europa vivía un momento de optimismo y vislumbraba ante ella un camino por recorrer de enorme potencialidad, puesto que en los últimos años se habían conseguido muchos avances. Hacía una década que había nacido oficialmente la Unión Europea en la que se conoció como la Europa de los doce, y con ella la ciudadanía europea. Unos años antes habían saltado por los aires los controles fronterizos de los viejos Estados tras la entrada en vigor del Acuerdo Schengen; las fronteras entre países, que tanto sufrimiento y abusos han causado durante la historia moderna europea, estallaban en mil pedazos, y las personas podían de nuevo, después de mucho tiempo, moverse en libertad. Nuestro siglo se había iniciado con una moneda única, el euro, que reemplazó a las monedas nacionales en la mayor parte de los países de la Unión Europea; lo que parecía imposible, abandonar el marco alemán o el franco francés por una moneda única, era ya un hecho. Por otro lado, la caída del muro de Berlín devolvió la democracia a la Europa del Este, aquella que según cuenta el mito se repartieron Churchill y Stalin en los acuerdos de Potsdam dibujando un mapa de Europa sobre una servilleta y trazando una línea, decisión que amputó durante décadas el corazón de Europa y condenó a varios países a la dictadura del régimen soviético. En 2003, al tiempo que Steiner hablaba de los cafés en los mostradores de Palermo, diez nuevos países de la antigua Europa del Este firmaban el tratado de adhesión para regresar a una Europa de la que nunca quisieron salir.
Como en Maratón, los europeos iban pasando el testigo de mano en mano pensando en que era posible alcanzar una exitosa meta final en su proceso de integración. Pero se dieron de bruces con la realidad. La llamada «Constitución europea», que nunca llegó a ser tal, fue el pomposo nombre que los Estados dieron a un tratado internacional que se propuso en 2004 como el paso final hacia la estabilidad de la Unión Europea. Si la «Constitución europea» hubiera sido redactada en cafés y calles europeas, otro gallo hubiera cantado. Pero lo fue en despachos de tecnócratas y en oscuras reuniones de políticos, y no se contó con la ciudadanía europea más que para algunas operaciones de maquillaje. El resultado fue el que debía ser: cuando se sometió a referéndum, fracasó. No en España, donde el apoyo fue masivo en la consulta de 2005, aunque seis de cada diez votantes se quedaron en su casa ese día. Pero en Francia, el rechazo fue de casi el 55%, y en los Países Bajos del 61,6%. Todos los Estados que habían convocado un referéndum similar, como Portugal o Dinamarca, pusieron el freno de mano y renunciaron a él. La "Constitución europea" había fracasado.
Apresuradamente, y como si no hubiera pasado nada, los jefes de gobierno europeos tocaron a rebato y se reunieron para ver cómo salían del desastre. El resultado fue el actualmente vigente Tratado de Lisboa, aprobado en 2007, que incorporaba algunas de las modificaciones que se habían propuesto en la «Constitución europea». Puesto que se trataba de esconder el polvo debajo de la alfombra para que nadie se enterara mucho, a ningún Estado se le ocurrió convocar un nuevo referéndum sobre el Tratado de Lisboa salvo en Irlanda, donde sí se consultó en junio de 2008 porque la Constitución obliga a ello y el Gobierno no se pudo escaquear; de hecho, salió vencedor el No al Tratado de Lisboa por más del 53% de los votos. Tuvieron que repetirlo al año siguiente, con el primer ministro de rodillas implorando el voto a favor porque, de lo contrario, la permanencia irlandesa en la Unión Europea correría peligro. Finalmente, el pueblo irlandés lo aprobó.
¿Qué ha pasado en los últimos casi veinte años, desde el Tratado de Lisboa? Que no ha pasado nada no sería una exageración, a la luz de los acontecimientos. Llevamos dos décadas en estado vegetativo, viviendo de los avances anteriores, sin ideas nuevas ni una hoja de ruta señalada hacia la federación. Rumanía, Bulgaria y Croacia entraron en el grupo, y Reino Unido se fue después del descalabro del Brexit promovido por el discurso populista y el cortoplacismo. Luego vinieron la pandemia y la guerra de Ucrania. Y ya está. Incluso algunos de los grandes impulsos en los que la Unión Europea ha tenido un papel destacado, como el European New Green Deal, están viéndose amenazados por la presencia de grupos populistas en los gobiernos y el Parlamento Europeo, y la propia Comisión Europea parece estar cambiando las prioridades mientras mira hacia otro lado ante la crisis ecológica y el cambio climático. Es como si eso ya no tocara, como si lo único importante en estos momentos fuera invertir más dinero en armas a causa de la extraña pareja, Putin y Trump.
Por supuesto que hace falta un ejército europeo. Eso sería, de hecho, el cumplimiento de una vieja meta que data de los años cincuenta del siglo pasado, cuando fracasó la Comunidad Europea de Defensa a causa principalmente del chovinismo del parlamento francés. Claro que hará falta hacer frente de manera unida a las nuevas amenazas en el contexto global; sería de locos pensar que con sonrisas y palmaditas en la espalda podemos hacer frente a las nostalgias imperialistas rusas o al descarrilamiento del gobierno norteamericano, cuyas consecuencias no sabemos hasta dónde puedan llegar. Pero lo que más nos hace falta es una hoja de ruta a medio plazo, hacia la Federación europea, que sea capaz de concretar objetivos sobre el avance de la Unión desde la participación popular y la responsabilidad colectiva. Nos hace falta recuperar la idea de Europa, donde los cafés y las calles sean el escenario, por fin, de una Constitución federal europea.
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