Las fronteras políticas no han existido durante la inmensa gran parte de la historia de la humanidad. Los únicos límites del peregrinaje del ser humano ... durante la prehistoria y los albores de la historia fueron sus condiciones físicas y los obstáculos geográficos con los que se pudieron encontrar. Algunos de ellos ni siquiera fueron imposibles de vencer, como el paso del estrecho de Bering que, según las teorías más aceptadas, permitió el poblamiento del continente americano por el Norte; o el cruce de Oceanía al sur de América, que demostró factible la expedición Kon-Tiki cruzando en balsa los casi siete mil kilómetros que separan el Perú de la Polinesia. En las tempranas civilizaciones mesopotámicas y egipcias de hace cinco milenios no existía nada parecido a la frontera; el poder político se extendía en todo caso por zonas de influencia. Ni siquiera la Roma de la Antigüedad señaló algo parecido a unas fronteras definidas, aunque en algunos manuales de historia aparezcan mapas con divisiones marcadas que pueden conducirnos a error. El concepto romano de 'limes', límite, también hacía referencia a zonas de influencia o, en algunos casos, a accidentes geográficos como los ríos Rin o Danubio. Incluso el famoso muro de Adriano, el 'limes britano', tenía funciones defensivas, no demarcativas -como la muralla china, por otro lado-, que de nada sirvieron cuando los enemigos se propusieron desbordarlos.
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Fue desde hace unos pocos siglos, con la génesis del Estado moderno y su evolución hacia el Estado-nación, cuando podemos hablar de la invención de la frontera política. En las nuevas organizaciones políticas que comenzaron a surgir alrededor del siglo XIII y que se consolidaron en los actuales Estados fue tomando cuerpo la idea de la demarcación de un territorio por unas fronteras definidas y la vigencia de la soberanía del rey dentro de ese territorio. De hecho, las seductoras fronteras señalaban dónde finalizaba el poder de un rey e iniciaba el de otro monarca, y generaban la sed de expansión del poder hacia otros territorios. La lucha por mantener o expandir las fronteras y sus zonas de control ha sido la causa no solo de las grandes guerras en el mundo, sino el medio por el cual los Estados han colonizado y se han adueñado de territorios incluso desconocidos, como los desiertos africanos divididos con escuadra y cartabón por las potencias europeas a finales del siglo XIX, o el fraccionamiento de la Amazonía en varios pedazos por las repúblicas latinoamericanas, desmembrando sociedades indígenas que han habitado esas tierras desde tiempos inmemoriales.
La situación se agravó con el surgimiento del nacionalismo, la principal característica del Estado-nación, a partir de finales del siglo XVIII y, en especial, durante el siglo XIX. El nacionalismo implica, como afirma Benedict Anderson en su más famoso libro, «imaginar» una comunidad de rasgos identitarios compartidos. El Estado-nación es una «comunidad imaginada», dice Anderson, porque es imposible que conozcas a todos los componentes del Estado, pero la pertenencia a la misma nación crearía un sentimiento de comunión entre sus miembros. Se supone que una gallega y un valenciano que se encuentran en las Yakarta se identifican como españoles porque hablan el mismo idioma y comen tortilla de patatas. De hecho, es muy posible que ni siquiera ocurra así: la gallega habla gallego en su casa y prefiere un pulpo a la gallega, y el valenciano habla valenciano en su pueblo y prefiere una paella con caracoles. Pero la comunión del nacionalismo obra milagros. Por supuesto, no hace falta que ninguno de los dos tenga conciencia de que las patatas son un producto de origen andino que solo se difundió ampliamente en el país a principios del siglo XIX; muy genuinamente españolas, desde luego, no son. Pero no importa: el nacionalismo las introduce en su imaginario y crea la identidad.
De hecho, este nacionalismo se fundamentaba en la idea de que a un único Estado le correspondería una única nación, lo que implicaba un único ordenamiento jurídico, una única lengua y una única religión. De ahí que, en el trajín de idas y venidas de territorios que hemos vivido en Europa durante siglos, las masacres, expulsiones de pueblos enteros o adoctrinamientos homogeneizadores hayan estado al orden del día, llámese Francia y la Lorena a principios del siglo XX, o Gaza e Israel ya bien avanzado el XXI. Una de las más conocidas obras en la historia del cine, 'El nacimiento de una nación', de D. W. Griffith (1915), no podía tener un título y un argumento más sincero: la construcción del Estado-nación estadounidense se basa en la hegemonía blanca frente a la amenaza negra. El Ku Klux Klan recuperará la honorabilidad de los blancos sometiendo de nuevo a los negros. El racismo es indeleble al concepto Estado-nación, porque por definición su construcción debe exterminar cualquier amenaza al nacionalismo promovido por el Estado.
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¿Cuál es el primer elemento necesario para la creación de un Estado-nación? Establecer las fronteras, por supuesto. Lejos de buscar la integración de la humanidad, son las fronteras las que segregan, las que delimitan quién está dentro y quién está fuera, las que crean condiciones de diferenciación entre 'nosotros' y 'ellos'. La comunidad nacional no puede imaginarse sin fronteras definidas, y de ahí que la mayor parte de las guerras de los últimos siglos, incluidas las dos guerras mundiales, han tenido como propósito nuevas fronteras, sin que importaran demasiado los pobladores de los territorios en disputa. En buena medida, el proyecto europeo de integración salió adelante porque se impulsó por hombres que se reconocían de frontera, como Shuman y De Gasperi, y que habían sufrido las consecuencias de las ansias de expansión de los Estados-nación.
La superación del Estado-nación se está alcanzando por dos vías: desde abajo, con el reconocimiento de la plurinacionalidad de los Estados; esto es, comprender que no es necesario que exista una única nación para que el Estado cumpla con las funciones que tiene asignadas. A diferencia de la época del Estado-nación, no necesitamos un instrumento de propaganda que construya una comunidad imaginada, sino un mecanismo eficiente para la gestión de los recursos en beneficio del interés público, reconociendo la diversidad dentro de su territorio. Esto es lo que hacen democracias avanzadas, como Canadá, uno de los primeros países en el mundo en adoptar políticas de Estado multiculturales hace más de medio siglo, o Nueva Zelanda, que reconoció explícitamente a los maorís en el Tratado de Waitangi (1840). Bolivia y Ecuador, en América Latina, se reconocen constitucionalmente como Estados plurinacionales. Pero el Estado-nación también se supera desde arriba, derribando fronteras y creando formas de integración política, social y económica, como se propusieron los europeos desde hace más de 75 años en el Congreso de la Haya (1948). A pesar de los obstáculos colocados por las resistencias de los Estados-nación más antiguos del mundo, ahí están los avances.
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A estas alturas hay quien sigue creyendo en la conveniencia de defender Estados que respondan a una sola nación, y de matarse patrióticamente por cualquier centímetro cuadrado de territorio, por una bandera o por un símbolo 'patrio'. No les son suficientes las evidencias empíricas que demuestran que el nacionalismo del Estado-nación, además de ineficiente por naturaleza, ha sido el causante de los peores gobiernos y de la mayor parte de las plagas de violencia que han azotado a la humanidad durante los últimos ochocientos años. Como en el chiste de Groucho Marx, confiar en el Estado-nación sería como padecer la enfermedad del insomnio y, para curarse, quedarse en casa durmiendo.
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