Desde hace unos años me es imposible, al leer el periódico o escuchar la radio, dejar de recordar aquello que decía Benedetti de que cuando ... teníamos todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas. Y es que llevan tiempo cambiándonos las preguntas día a día, casi hora a hora. Desde hace dos décadas, cuando aparecieron aquellas primeras noticias de las hipotecas subprime y la crisis económica que se cernía sobre el mundo, el punto y seguido con el que imaginábamos nuestras vidas pasó a ser un punto y aparte. De repente, como quien no quiere la cosa, los felices dos mil, el fin de las ideologías y demás cuentos por el estilo se quitaron la máscara y demostraron lo que de verdad eran: fábulas oníricas de una sociedad ingenua que creía vivir, porque no vivía, flotando en el aire de la postmodernidad. La crisis financiera de 2007-2008 nos sorprendió con una bofetada como la que recibe el protagonista del Juego del Calamar cuando pierde al ddakji en una estación de metro de Seúl. El 15-M planteó la necesidad de resetear el partidismo y, cuando aún coleaban sus efectos y parecía que tocábamos tierra, llegó el virus chino. La pandemia de la Covid-19 nos zarandeó, nos encerró en casa, y nos permitió un tiempo extra de reflexión sobre quiénes éramos y cómo era nuestra vida. Como consecuencia de ello, los divorcios crecieron más del 16% en los años siguientes al postconfinamiento, y las empresas de reforma no dieron abasto con los cambios de los baños y la pintura del salón comedor. Luego, llegó la guerra de Rusia y Ucrania, y el peligro del conflicto bélico llamó a nuestra puerta sin avisar: Eslovaquia, Polonia, Hungría y Rumanía limitan con Ucrania, y ocho países de la Unión Europea tienen frontera marítima o terrestre con Rusia. Cuando Ursula Von Der Leyen hace unas semanas se refirió al kit de supervivencia de 72 horas que cada uno deberíamos tener en nuestro hogar, y que despertó las risas de unos y las acusaciones de alarmismo de otros, no parece que estuviera pensando en los cafés de Oporto o en las playas de Marsella, sino en los millones de europeos que casi pueden escuchar los disparos de la guerra desde el balcón de sus casas. Hace poco más de un año que Suecia y Finlandia, países mayoritariamente neutrales y pacifistas, entraron en la OTAN; fue el proceso de incorporación a la organización militar más rápido de la historia.
Y, después, reapareció Trump.
El trumpismo no vino solo, sino que fue anunciado por sus emisarios: el loco con una motosierra, el genocida, el tirano al que los derechos inalienables de las personas se las trae al pairo, o los amiguitos de Putin; todos, en el fondo, cortados por el mismo rasero. También vino precedido por los agoreros de la III Guerra Mundial, que vislumbran a los jinetes del Apocalipsis montados en sus caballos dispuestos a asolar el mundo. Estos personajes, todos sin excepción con problemas psiquiátricos y acomplejados por un mundo que les viene grande, nunca entendieron que aquello que acompaña al trumpismo son historietas viejas que ya no son capaces de ofrecer una explicación válida del mundo en el que vivimos. Sus cosmovisiones siguen la senda del pensamiento mágico que hacía creer a los antiguos griegos que los rayos durante las tormentas obedecían a la ira desatada de Zeus, o salían estremecidos al escuchar las terribles profecías del Oráculo de Delfos: que si las alarmas sobre el cambio climático son falsas, y el planeta tierra está mejor que nunca; que si las vacunas acrecientan el riesgo del autismo, o nos inoculan alguna sustancia para que nos controlen los perversos gobiernos; que si el Pacto Verde Europeo no es ni pacto, ni verde, ni europeo; que si Naciones Unidas pone a volar aviones para cambiar artificialmente el clima, lo que es evidente porque todo el mundo puede observar las estelas químicas que dejan a su paso; que si una guerra de aranceles hará a América grande otra vez...
El trumpismo no vino solo, sino que fue anunciado por sus emisarios
Como con las profecías de Nostradamus, cada uno interpretó el trumpismo según su conveniencia, pero la aparición de Trump en olor de multitud les confirmó lo que, para ellos, había sido la exitosa crónica de una muerte anunciada. Con él en la Casa Blanca terminarían de un plumazo los conflictos bélicos, porque los Estados Unidos pondrían orden, asumirían el mando del planeta, y resurgiría la economía mundial. Los ecologistas serían colocados en su sitio, el feminismo erradicado de raíz o puesto de rodillas ante el traje azul eléctrico y la corbata roja, y la cultura woke arrancada de los libros de historia para que nadie recordara ni su nombre en la posteridad. Los migrantes, a casita, que nos roban el trabajo y la subvenciones. El golfo de México, golfo de América; Canadá, el Estado cincuenta y uno; y Groenlandia para nosotros, que es lo que más les conviene a los inuit. En Gaza, construyamos una maravillosa riviera, al estilo de la Costa Azul o la amalfitana, después de deportar a los refugiados palestinos para garantizarles una vida mejor. Para estos frikies el mundo resplandecería, porque se demostraría que las teorías de la conspiración, los bulos y la desinformación no eran tales: eran realmente los paradigmas de un nuevo mundo.
Sinceramente, no sé qué hubiera pasado con esta oleada de desquicio y alteración colectiva si nos hubiera alcanzado de improviso hace dos décadas y media, cuando entrábamos en los felices dos mil y algunos creían que, a pesar de todo, quizás tenía razón aquello que Fukuyama había denominado el fin de la historia y el último hombre. No sé si hubiéramos tenido tiempo de reaccionar en medio de la incorporación masiva de Europa del Este a la Unión Europea, o de las dudas de los colegas sobre para qué vas a estudiar si en la construcción se gana más. Quizás nuestra falta de flexibilidad mental y la atrofia de nuestro músculo colectivo nos hubieran sorprendido con el pie cambiado, y no hubiéramos sido capaces de ver lo que se esconde detrás de la desinformación, las mentiras y los bulos. Pero de lo que estoy convencido es de que hoy las condiciones son diferentes. Hemos pasado por tantas cosas durante los últimos años que nadie con dos dedos de frente se cree ya el discurso populista del trumpismo, de los negacionistas climáticos, de los antivacunas y del terraplanismo cognitivo. Ojo, hablo de tener dos dedos de frente. Solo la indigencia ética, la falta de escrúpulos, y la necesidad de agarrarse a un sueldo público para vivir sin dar palo al agua pueden justificar que algunos personajes sigan predicando a los cuatro vientos que acabar con el Pacto Verde Europeo o la inmigración es el remedio para el planeta. Pero ahora ya no nos la cuelan; estamos curtidos en esas lides y, afortunadamente, su cruzada esta vez está perdida.
Tardará más o menos tiempo que a los populistas se le vean las costuras, pero acabarán abiertos en canal. Como en el viejo tango de Francisco Canaro, ya vendrán tiempos mejores. Y de esta, como de las crisis anteriores, saldremos más fortalecidos y con la ética entrenada, dispuestos a seguir construyendo la sociedad que merezca ser vivida. Por ahora, parece que el trumpismo y sus secuaces están consiguiendo lo que nadie había soñado hace unos meses que podía suceder: que las personas moderadas de los principales partidos políticos hablen de nuevo de pactos de Estado, de políticas consensuadas y de reflexión conjunta, dejando en evidencia a los discursos del odio y a quienes los propagan. También ha demostrado que las sociedades razonables, en las que todo indica que nos encontramos los europeos, no reaccionan coléricamente y exudando adrenalina, sino que prefieren respirar hondo y mirar a largo plazo, convencidas de que todo mejorará cuando se despejen los nubarrones. Ni Trump gobernará siempre, ni habrá III Guerra mundial, ni el populismo ha triunfado; de hecho, ha empezado a cavar su propia tumba. Nos cambiaron las preguntas, pero ahora sabemos encontrar las respuestas.
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