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Escribo la columna desde la cobardía hipocondríaca, en la lejanía de Mestalla. Ni siquiera soy capaz de ver el partido o escucharlo. Nada que lectores ... o amigos no sepan. Enseñaré mis cartas. Desvelaré ese juego, que nunca llegó a serlo del todo.
Desde siempre, una de mis ilusiones consistía, con una cierta edad, sin molestar demasiado y sin el propósito de enriquecerme, en hacerme cargo o trabajar en el Museo del Valencia. O al menos concurrir en el proceso, de tal forma que mi descarte significara que, si la persona finalmente elegida fuera alguien que también hubiera contribuido al respeto patrimonial del club, la disputa aseguraría el acierto. Sé que esto mismo pensaría cualquiera de los candidatos a las primarias sobre la memoria de Mestalla respecto de mí.
Cualquiera de nosotros respiraría tranquilo sobre el papel desempeñado por el resto. En un club normal, analógico, podría haber sido. En este, un club digital 5.0 ya es imposible. Para estas cosas la erudición, saber demasiado, 'cavar massa fondo', es el peor error que se pueda cometer. Hace ya demasiado tiempo también, que me convencí que la consecución de ciertas cosas no trae causa del mérito. Siempre se lleva el premio el sobrino, o ese listo que sabe situarse en el momento justo y el sitio oportuno. No hay un baremo con la evaluación de requisitos, publicaciones, o el tiempo.
Si así fuera, uno de mis méritos consistiría en el tiempo empleado, las neuronas consumidas a causa de esta afición. En un modelo que calculara el tiempo, las eliminatorias, las previas y lo posterior al partido, los partidos que nos afectaban, las prórrogas y las tandas de penaltis, refrescar la página de resultados deportivos, lecturas y escuchas de programas de radio, me saldría del baremo.
Toparía ese apartado. Por poner un caso, si la divinidad o el azar me hubieran dirigido a la alergia al fútbol, y me hubiera convertido, por ejemplo, en un experto en ópera, creo que me conocería los libretos, los citaría, y estoy convencido que hasta con el tiempo hubiera conseguido algo real y útil que se pudiera empeñar si tu familia pasara penurias. No es una anomalía moral.
Pero lo más sorprendente, lo inexplicable de todo punto, consiste en ese momento en que un adulto deposita su optimismo sobre el fin de semana en la capacidad de Peter Federico para desbordar a su marca, en lugar de cualquier otra actividad. No lo digo con superioridad intelectual. En el fondo lo lamento. Tendría que existir una tabla de equivalencias, una tabla de homologación, que me canjeara este tiempo por un máster, una segunda carrera, un par de novelas, unos cuantos libros de cuentos.
Decía el filósofo André Comte-Sponville que la frase más triste de la historia de la filosofía es esa de Arthur Schopenhauer, cuando retrata que toda nuestra vida se asemeja a un péndulo invariable, de izquierda a derecha, que nos hace oscilar entre el sufrimiento, entre el dolor, y el aburrimiento. 'De la souffrance a l'ennui'. Esa es la perspectiva irremediable de un seguidor de un equipo, que ve pasar los días mirando el péndulo. Hablo de un aficionado al fútbol, no del celebra-títulos o del aficionado entusiasta ante la cercanía de las finales.
Del sufrimiento al aburrimiento, y en ese momento, que no puede atraparse, entre la aguja del péndulo, se acumulan esos breves y minúsculos instantes de belleza y de felicidad. En el fondo, un Museo no debería tener otro objetivo que ese. Ni una acumulación de trofeos, ni una recreación estadística. Tan solo el intento, aunque resulte imposible, de intentar atrapar esos destellos.
Marca el segundo gol el Betis. La página de Internet sentencia el partido como finalizado, y a uno le dan ganas de corregir a Schopenhauer y describir que el péndulo, en realidad, se dirige invariable, de izquierda a derecha, entre el sufrimiento y el dolor. A ver cómo se le explican estas cosas a Peter Federico.
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