Urgente Un incendio en un bingo desata la alarma en el centro de Valencia

Subir a alguna pinada, por ejemplo, con una cesta y la determinación infantil de llenarla de setas. Caminar entre los troncos oscuros sobre la alfombra de pinocha que cruje y respirar. Recuerdo a mis hijas mirarme de ese modo extraño (que significa ya empieza otra ... vez son sus historias) mientras les contaba que los budistas practican el arte de aspirar la atmósfera del bosque, algo que en japonés se denomina «shinrin yoku» y que según el estudio científico de turno resulta útil para rebajar los niveles de estrés, reduce la actividad del córtex prefrontal del cerebro y aumenta las zonas que gestionan las emociones. Parece que por esa razón cuando comes en el campo todo sabe mejor. No había muchas setas ese día, ni falta que hacía. Deambular sin rumbo fijo, desconectar, pasar una temporada incomunicados era el objetivo. Lo he hecho a menudo con ellas, al menos cuando se podía. Creo haberlas puesto a salvo de la destrucción masiva de millones de sus neuronas. Pienso a menudo en ello, cada vez que veo a niños con teléfonos móviles que apenas pueden sujetar entre sus pequeños dedos, me acuerdo de mi amigo Aaron, que ahora es un jefe del lado oscuro de Microsoft, de cuando nos pasábamos las noches reventando códigos pensando que íbamos a construir un mundo mejor. Y sólo han pasado treinta años. Y sólo he aprendido que todo aquello no sirvió para gran cosa, que luego vinieron los algoritmos y la destrucción de los sistemas cognitivos de los seres humanos, llegó el mayor sistema de manipulación y control nunca creado, un mundo abarrotado de idiotas, ciegos, sordos, inútiles, incapaces de plantar una patata. Mentes vacías, ausentes, adictas a una pequeña pantalla. Muy lejos del penetrante olor balsámico de los pinos.

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