De entre la amplia gama de impostores siempre resultan más molestos aquellos a quienes consideramos más próximos. Por ejemplo, prefiero que gobiernen mis enemigos a ser traicionado por aquellos en quienes confío y también elijo duras penas, no me atrevo ni a mencionarlas, para aquellos ... que se aprovechan de la «salud mental» para chantajear a sus empresas. Y al resto de mortales, que cargamos con el mochuelo económico y moral de su cara dura. Es algo que me cuentan a menudo. Un empleado tocapelotas, habitualmente vago, normalmente irresponsable y seguramente desvergonzado que, al poco tiempo de iniciar un trabajo, se cansa y reclama a su empresa algo que no le da. Obviamente. Entonces llega la baja por depresión, que se ve que es tan fácil de lograr como ir al médico de cabecera y contarle cuatro tonterías. Tan fácil como buscar en Google un puñado de síntomas. Y ya está, cuando bastaría una simple llamada de teléfono para comprobar cuáles son las falsas razones del presunto deprimido para solicitar que le paguen por estar en casa viendo series de policías corruptos (pongamos el caso). Es un asunto que me causa especial cabreo porque el timo de los supuestos enfermos mentales limita los recursos para aquellos que de verdad las sufren, además de la vergüenza de ver cómo otros fingen sin reparos ante un sistema tan blando y cauteloso que da por buena cualquier narración imaginaria. Así que muchos que realmente podrían echar mano de los recursos públicos (y hablo en primera persona) se pasan la vida laboral sin faltar un sólo día y luchando contra las dificultades que plantea la depresión (créanme que son muchas) mientras otros fingen estar tristes. Como si fuera lo mismo.

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