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Aquel día estuve pensando en qué sería eso de ser feliz. En una pequeña isla griega, Icaria, en la que pasé un tiempo indagando sobre ... los misterios de la longevidad. Aquel lugar está lleno de viejos felices que viven acompañados de sus familias, resulta fácil ver a niños dar de comer a los ancianos y autobuses de los que baja el conductor y cuantos pasajeros sean necesarios para ayudar a subir o bajar a aquellas personas que lo precisen. Recuerdo la luz de aquel amanecer en Gialiskari y el humilde letrero del restaurante cercano, apenas a unos metros, donde a menudo iba a ver qué peces había traído Dimitrios, a menudo algunas hermosas lubinas que disfruté con placer. En la sobremesa interminable de aquel lugar libre de las prisas mundanas le preguntaba sobre su azarosa vida, que incluía las miserias de la guerra y el trauma de la emigración; trabajó muchos años vendiendo moquetas en el Medio Oeste americano, pelándose de frío en los duros inviernos de las dos Dakotas y haciendo dinero para volver a la isla, arreglar la vieja casa familiar, enterrar a los padres después de haberlos cuidado con cariño, y establecerse a un tiro de piedra del Egeo y sus azuladas ondulaciones. A menudo sacaba a sus nietos a dar una vuelta en la moto, la pequeña Adara delante, cogida con fuerza al manillar, y Cosmo abrazado a su torso como un primate indefenso. Pasaban bajo mi ventana y gritaban mi nombre para que me asomara a saludar mientras hacía un poco el tonto trazando círculos sobre el camino polvoriento, dejando a su paso una nube dorada de motas que caía sin prisa hasta volver a ocupar el lugar al que pertenecían. Dimitrios vivió más de cien años, los últimos veinte con una enfermedad incurable; fueron un regalo de la felicidad.
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