En busca de unos ojos brillantes

Durante el verano los ojos tienen un brillo especial. O eso quiero creer y por eso he buscado en el archivo los de Antonia, una ... gitana guapa que vende pareos a los bañistas de la Font Salada. Acudo al calor como metáfora de nuestras vidas, talladas temporada a temporada, desde que fuimos niños y corríamos desnudos por la arena (los que tuvimos esa suerte) y notábamos cómo se nos encogían las pelotillas con ese agua gélida del norte, en aquel tiempo en el que todo estaba bien y al que, de un modo u otro, siempre deseamos volver para curar nuestras heridas. Porque vivimos años oscuros que inspirarían magníficos relatos para nuevos héroes, nos ha tocado una época en la que, para hacerse famosa, una mujer se graba quitándose las bragas y dejándolas en el mostrador del pan de un Mercadona. Otro cae desde lo alto de un rascacielos mientras se toma una foto y queda estúpidamente inmortalizado en ese último segundo absurdo de su vida. Y a pesar de todo quiero creer que quedan humanos con miradas como la de Antonia porque, de otra manera, (si hacemos caso de la realidad paralela que han creado para mantenernos entretenidos, anestesiados, ajenos a cualquier atisbo de conocimiento) hemos de concluir que tenemos poco futuro como especie. Algo que resulta científicamente probable pero que no nos ayuda cada día a levantarnos. De modo que me fijo en los brillos de los ojos ajenos como si fueran clavos ardientes a los que asirme, como si en ellos, en una aproximación cinematográfica, pudiera entrar en busca de galaxias cubiertas de gases incandescentes, flotar lejos del tiempo y del sonido hasta alcanzar ese punto en el que todo se curva y se retuerce sobre sí mismo hasta desaparecer en un charco lleno de peces.