Estos días le he dado vueltas al asunto de la Fe (la escribo con mayúsculas aunque carezca de ella) y a su presunta capacidad para cambiar el destino de los humanos, cualidad que también tienen el hambre o el deseo sexual, por poner un par ... de ejemplos. Pero la cuestión ahora es religiosa y la abordo como espectador (y fotógrafo) que siempre queda fascinado por la contemplación de miles y millones de vidas que se rigen por los dictados de los dioses más variados. Porque parece obvia la existencia de un vacío vital que ha de ser llenado con esperanzas del más allá y que ese sencillo destello de alegría futura basta para mantener el cuerpo erguido ante las dificultades del presente. De hecho, documentar ese misterio se ha convertido en uno de los hilos conductores de mi trabajo y procuro acudir siempre que puedo allá donde tengan lugar rituales con algún tipo de significado espiritual. Por supuesto nunca los juzgo, ni lo haré, faltaría más. Aunque esté convencido de que las doctrinas religiosas son inventos muy elaborados, en especial la católica, obra maestra de Pablo de Tarso, que supo destilar los ingredientes para crear al mayor superhéroe de la historia. Pero esos son asuntos demasiado intelectuales, me temo, mientras trato de mostrar mi empatía por las dos mujeres que conversan en la catedral y no lo hacen, como en la obra de Vargas Llosa, sobre la debacle moral o las homosexualidades secretas de señores bien. Ellas hacen tiempo, sin más, para ver a la Virgen y con eso les basta. Son previsoras, traen mantas y sillas y acomodan sus espaldas en el pórtico como dos nuevas apóstolas. Viéndolas caigo en la cuenta de que tal vez la vida resulta mucho más sencilla si uno no se hace tantas preguntas. Esa es una verdad. Y una trampa.

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