Valencia es una ciudad afortunada en puentes. Tiene muchos y muy hermosos de los que sus habitantes disfrutamos caminando bajo sus ojos en ese escenario único del cauce transformado en jardín, salvado de los planes franquistas de asfaltado por unos ciudadanos que fueron capaces de ... plantar cara a las autoridades, también lo hicieron con el Saler. Aquellos ya pensaban en la capitalidad verde, por lo visto, y sin sus reivindicaciones la ciudad sería ahora mucho menos interesante, con coches en vez de árboles, con pisos en lugar en dunas, aves y arrozales. Pero volviendo a los puentes, y a su valor simbólico, he pensado estos días en esas ideas peregrinas de echar a los pobres de su cobijo, a los sin casa, a los sin techo que buscan, como siempre ha hecho el ser humano desde que entró en una cueva, el refugio de la lluvia, del frío o de las fieras. Siempre ha habido seres humanos empeñados en esconder lo feo, lo mísero, lo deforme. En que no se viera a vagabundos y mendigos, como si la mera supresión de su presencia física los borrara de un plumazo. Ojos que no ven. Lejos de las bellas zonas de paseo de las personas de bien, fuera de la protección de las piedras milenarias bajo las que corría el Turia, aquel cauce raquítico que mutaba en monstruo de vez en cuando. Puentes como el arco iris, símbolos de la unión, del tránsito, de la comunicación y de muchas otras cosas. Pontífice es el que los construye o el que hace las veces de puente, por ejemplo. No los queramos sólo para nosotros, seamos dignos de quienes los diseñaron, herederos de quienes los cuidaron, amantes de quienes los defendieron. Seamos justos y compasivos. Nosotros pasaremos sin dejar otra huella que un recuerdo borroso de su fortaleza.
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