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Recuerdo la primera vez vi a Salva. Era un trozo de carne conectado a decenas de cables, tubos y máquinas que emitían destellos e información ... incomprensibles para los profanos. Elena lo señaló con un gesto de pena porque, a pesar de tanto esfuerzo, el Covid iba apagando su vida y parecía que había llegado el final, eran los peores momentos de aquella pesadilla en la que las horas pasaban lentas y las calles mostraban la extraña inquietud del silencio. Pero el corazón de Salva pudo con el reto y aquel otro día, cuando abrió los ojos, mi cámara pudo ser testigo de algo milagroso, un sentimiento que no puedo definir pero que, de alguna manera, unió nuestras vidas. Hablo a menudo con los dos, creo que me consideran su amigo. Él sigue con secuelas pero tiene buen ánimo, siempre termina las conversaciones diciéndome que su casa es la mía. Ella, como tantos otros médicos de talento excepcional, ha tenido que buscarse la vida fuera de este país para ganar un salario digno. Como había trabajo en Suecia estudió sueco y ahora trabaja en un hospital de Upsala. Para eso ha servido tanto esfuerzo educativo, tantas horas de guardias mal pagadas, tantas horas sin dormir. Para que Elena salve la vida de los rubios nórdicos y para que yo, cuando pueda, vaya a verla y nos escapemos unos días a contemplar auroras boreales. Desde allí, seguro, llamaremos a Salva para que pueda serguir formando parte de esta historia. Y, tal vez, para recordar que han pasado cinco años de todo aquello, aunque ahora hayamos enterrado la antigua angustia bajo un montón de distracciones. Aunque hayan vuelto las Fallas y el bullicio a las calles, tan lejanas en el tiempo como aquel día, en la calma aséptica del hospital, en el que Salva pudo ver la cara de Elena.
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