Es una cuestión de cantidad. Un grupo de flamencos resulta ser una cosa mona y decorativa, pero cuando vienen muchos se transforman en una plaga. Por una parte tienen el vicio de comer y, por otra, atraen a multitudes que también tienen buen apetito, dicho ... sea de paso. Aunque ahora no haya nada sembrado. El número de personas se puede regular pero no así el de animales, ajenos a las puertas del campo y a las instrucciones de las fuerzas del orden. Bueno, a las rapaces les tienen miedo y también a los buitres, pero los segundos no funcionan bien como reclamo turístico. Y así cerramos el círculo de la autodestrucción al que estamos sometidos, porque el asunto es alcanzar un equilibrio entre visitantes y visitados, asunto complejo cuando todo se fía a una carta. Aquí queremos que vengan todos los que quieran y para ello les damos de comer, de dormir y de beber por encima de nuestras posibilidades. Inundan calles, carreteras y restaurantes y, como los flamencos, quieren disfrutar de las ventajas que el clima proporciona. Porque hace tiempo que superamos lo que en física (también en sociología) se denomina masa crítica. Es un concepto hermoso, el número de personas que hace falta que se paren en una calle y miren al cielo para que el resto de los transeúntes se ven obligados a hacer lo mismo. Sabemos que una o dos personas no son suficientes pero a partir de cinco o siete (según culturas, horas y otros factores) nuestro comportamiento se convierte en uniforme y nadie escapa de la necesidad de alzar la vista. De modo que, aplicando el símil, todos vamos a ver a los bichos rosados zascandileando por el humedal y luego hacemos lo propio en cualquier lugar con terraza y rayos de sol, convertidos en bandadas humanas.

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