Nunca me gustaron las banderas y siempre hallé en ellas motivos para el enfrentamiento, derivado del culto fetichista de los símbolos, del artificio de la construcción de los estados, de las ideologías, del hecho político que subyace en la formación de eso que llamamos países, ... de eso que consideran identidades. Las banderas siempre andan por ahí reforzando la contingencia, como los himnos, poniendo límites, creando bloques impermeables. Hace nada, unos siglos, nosotros éramos flamencos, holandeses, sicilianos, napolitanos y hasta indígenas de las Américas; los franceses andaban esperando a Richelieu, igual que los italianos a Cavour y los alemanes a Bismarck. Bien está que exista una simpatía, por proximidad obvia, entre aquellos que compartimos pueblo, ciudad o barrio. Obvio. La fortaleza de los recuerdos de las vidas está ahí. Pero hablar de patrias es otra cosa, un invento, algo lejano, como Finisterre de Lanzarote, que poco tienen que ver. Ni las tierras ni sus habitantes. Y siempre que veo uno de esos trozos de tela ondeando recuerdo que las coplas de «El barberillo de Lavapiés», obra que, como diría Ramón Gener, es la quintaesencia de lo español (entre muchas comillas), se asemejan mucho a algunos cuplés de Offenbach, que dicho sea de paso era un judío alemán residente en la bella ciudad de París. También me sugieren las banderas el desprecio hacia los de fuera, el «de fora vindran...» que conduce sin remisión a la certeza de que nadie, salvo los del lugar, pueden entender de los asuntos locales. Que por eso nosotros, tan al amparo de las banderas, dejamos que Calderón fuera apreciado por los románticos ingleses y alemanes. O que fuera Verlaine quien descubriera a Góngora. Banderas, fronteras mentales.
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