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Como cierro hoy por vacaciones mi vigésima temporada escribiendo en LAS PROVINCIAS -esto pasa muy rápido, amigos- me permitiré soñar durante un rato. Yo empecé ... con esta columna cuando el Valencia estaba en plena efervescencia futbolística. Viajábamos con el equipo, en Liga y Champions, más de 30 periodistas, era el equipo a batir en España y la ciudad a la que miraba el fútbol europeo para intentar entender de dónde había salido ese club que doblegaba a Madrid y Barcelona. Se le respetaba en todas partes menos en Madrid, donde se convirtió en el enemigo a derribar. «¿Cómo estos van a hacernos sombra a nosotros?». Aún recuerdo los tifos de Ultra Sur cuando por allí pasaban como Atila Albelda y compañía. En Madrid, hoy aún lo niegan, el escozor provocado por ese equipo de leyenda sigue picando en el orgullo blanco. Nadie podrá olvidar, ni negar, que el único equipo capaz de doblegar al Madrid de los galácticos fue aquella aldea 'galanciana' a orillas del Túria. Pero aquel Valencia no solo sirvió para herir el orgullo del intocable acorazado blanco sino también para afianzar el sentimiento de orgullo y pertenencia hacia lo nuestro que dura hasta hoy. Cada vez hay menos lugares en los que la mayoría de futboleros no pliega sus velas a los vientos del triunfo, el éxito y la victoria. Ser de Madrid y Barça es muy sencillo; entre ambos se reparten el 90% del pastel de los títulos así que, ser del que gana o va a ganar es apuesta segura. Aquí lo difícil es ser del equipo que sabes que normalmente no va a ganar. Que tiene menos recursos que los dos grandes, al que no le regalan nada y al que, a veces, le quitan. El que no puede fichar lo que quiere y al que sí le pueden comprar jugadores a base de millones. ¡Qué fácil es subirse al caballo que representan en España Barça y Madrid!.

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Por eso tiene mucho valor -y algo de inconsciencia- ser de Atlético de Madrid, Valencia o Athletic de Bilbao. Clubes con historia y grandeza, pero siempre bajo la sombra de los dos gigantes. Y, aún así, los únicos clubes elegidos por sus lugareños. En Bilbao no verás camisetas de Madrid y Barça por las calles. Los del Atleti luchan en la capital contra el rodillo blanco que todo lo arrolla, sabiendo que van a perder la batalla, y el valencianista... nace y muere del Valencia. Eso tan típico en nuestro país de 'tener un equipo normalmente el de tu tierra pero luego ser del Real Madrid o el Barça porque son los que ganan' es impensable para un valencianista. «¿Mi segundo equipo? ¿Pero qué dices? Soy del Valencia».

Ahí reside la grandeza de estos clubes y, en el caso que nos ocupa, la del Valencia. No importa si gana, si pierde más que gana, si tiene un buen año o diez malos como ahora con Peter Lim. Nada cambia el sentimiento que pasa de padres a hijos. ¿Y por qué les cuento esto? Primero para darle valor a una marca que se empeña en devaluar cada temporada el dueño de las acciones, que no del club de fútbol, mientras el mundo se globaliza en torno a las grandes marcas. Y, aún así, no pierde valor para los suyos. Y, segundo, porque si aquel Valencia del que yo empecé a escribir esta columna hace veinte años llegó a ser el mejor equipo del mundo fue por lo mismo que este volverá a campeonar antes o después. Porque la grandeza, el orgullo por unos únicos colores y la historia, se tiene o no se tiene. El valencianismo esperó 31 años para festejar una Liga desde el 71 y el valencianismo esperará pacientemente a que Lim se marche y todo vuelva a la normalidad de este gran club centenario. Sólo quería recordárselo para terminar el curso. Feliz veranito y hasta la próxima... Liga.

En Madrid el escozor provocado por ese equipo de leyenda sigue picando el orgullo blanco

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