Justicia social: el presupuesto de todo lo demás
Vicente Bellver, catedrático de Filosofía del Derecho y Política, aporta su reflexión con motivo del Día Mundial de la Justicia Social
VICENTE BELLVER
Jueves, 20 de febrero 2025, 00:04
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VICENTE BELLVER
Jueves, 20 de febrero 2025, 00:04
Los clásicos distinguían dos formas principales de justicia: conmutativa y distributiva. El mercado está sujeto a la justicia conmutativa, pues regula la relación entre el ... dar y recibir entre iguales. Esta forma de justicia resulta evidente para todo el mundo: yo tengo derecho a recibir el equivalente a lo que doy. La política está más regida por la justicia distributiva (o justicia social), que trata de la distribución de las cargas y beneficios de la sociedad entre sus ciudadanos. Así, por ejemplo, cuando se acuerda gravar más las rentas más altas o cuando se decide premiar a quien hace una acción sobresaliente en el servicio a la comunidad estamos tratando de actuar de acuerdo con la justicia distributiva o social. La justicia conmutativa está regida por el principio de equivalencia en el intercambio y la justicia social por el principio de solidaridad.
Mientras que nadie cuestiona la justicia conmutativa, muchos ponen en entredicho la justicia social, al contemplarla como un conjunto de intervenciones políticas que encorsetan la libre iniciativa de los ciudadanos. Ese recelo recibe un gran respaldo de esa cultura anglosajona para la que no existe la sociedad sino solo los individuos. En los últimos años, además, la cultura woke ha recurrido al término «justicia social» para justificar políticas lamentables, como descalificar la cultura del esfuerzo, censurar la libertad de expresión o hipertrofiar el discurso identitario. La consecuencia ha sido un recrudecimiento del rechazo a la justicia social por amplias capas de la sociedad estadounidense, lo que se vio reflejado en el resultado de las últimas elecciones presidenciales. A la vista de las políticas que se venían impulsando al amparo de la justicia social, se comprende que muchos la identificaran con un burdo ejercicio de ingeniería social y la rechazaran.
Ahora bien, la justicia social no es una forma de acción política como tantas otras; ni solo una dimensión particular de la justicia. Es, nada más y nada menos, el presupuesto de cualquier forma de vida social que merezca la pena. La Declaración Universal de Derechos Humanos, probablemente la norma más lúcida que los seres humanos nos hemos dado a lo largo de nuestra historia, lo refleja de manera sintética e insuperable.
El artículo 22 dice: «Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad». Traducido al lenguaje común, este texto hace tres afirmaciones contundentes. Primera, que para que las personas podamos desarrollar libremente nuestras vidas, hemos de tener garantizados los derechos económicos, sociales y culturales. El papa Francisco ha condensado esos derechos con tres palabras: tierra, techo y trabajo.
En segundo lugar, afirma que para satisfacer esos derechos se requiere del «esfuerzo nacional y la cooperación internacional». Este punto es muy interesante porque tendemos a vincular los derechos sociales con la acción del Estado. Y siendo fundamental, ni es la única ni la principal. No es la única porque la cooperación internacional es tan importante como el esfuerzo nacional a la hora de lograr que todas las personas, en cualquier lugar del mundo, puedan contar con lo imprescindible para llevar adelante sus vidas con libertad. Y no es la principal porque el esfuerzo nacional no se puede reducir a la acción del estado. Es responsabilidad de todos los agentes que integran una nación garantizar esos derechos. Claro que al estado se le podrá atribuir un papel subsidiario y de supervisión. Pero siempre habrá de ser visto como una parte de ese esfuerzo nacional. Los redactores de la Declaración estuvieron especialmente inspirados cuando subrayaron que la garantía de la justicia social va más allá del estado.
En tercer lugar, la Declaración reconoce que la justicia social (entendida como el conjunto de los derechos sociales) no es un fin en sí mismo, sino el medio que posibilita el fin principal de la vida social: el libre desarrollo de todos los seres humanos y de todo el ser humano.
El artículo 29 de la Declaración refuerza esta visión de la justicia social cuando afirma: «Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad». Vuelvo a traducir al lenguaje común este mandato: los deberes que todos tenemos para con la comunidad no son solo un peaje que hemos de pagar para, a continuación, poder desarrollar libremente nuestras vidas. Esos deberes son, más bien, los que nos permiten desarrollar libremente nuestras vidas porque solo alcanzamos nuestra plenitud como personas en la comunidad. Individualmente podemos bien poco.
En definitiva, en estos tiempos en los que parece dominar la polarización y los protagonismos individuales, conviene recordar que la justicia social es el presupuesto de todo y que se teje con el hilo de la solidaridad universal.
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