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Han pasado veinte años del histórico concierto que Paul McCartney ofreció en la Plaza Roja de Moscú (23 mayo de 2003). Por vez primera, después ... de la caída del régimen comunista, se producía un gran concierto de rock. Parecía de justicia que el protagonista de esa efeméride fuera el miembro más genuino del grupo que durante treinta años había representado para el régimen soviético la decadencia del capitalismo: Los Beatles, cuyos discos fueron sistemáticamente prohibidos y los poseedores clandestinos de alguno de ellos sometidos a reprobación y castigo.
He vuelto a ver el estupendo documental que se hizo del concierto (se editó en DVD -¡qué tiempos!-, pero ahora están accesibles en YouTube), junto con una pieza complementaria que se detiene en analizar la influencia de los Beatles durante la época soviética. Esta última produce sonrojo y muchas sonrisas: a pesar del férreo control, muchos discos del cuarteto de Liverpool entraron clandestinamente ocultados en dobles fondos de maletas, cubículos de mascotas o por la oportuna 'mordida' de un aduanero complaciente. Marinos, periodistas acreditados en el extranjero y otros que tenían la fortuna de poder pasar un tiempo fuera del Imperio eran los portadores de tan terrible virus.
Felizmente, quienes podían escuchar esa música que estaba cambiando el mundo se apresuraron a compartirla. Se hicieron miles de copias pirata utilizando las radiografías desechadas de los hospitales como soporte para la grabación de los discos que, aunque fuera de sonido infame, permitía atisbar durante unos minutos a los jóvenes rusos la posibilidad de otra vida. Se afirma que esa corriente subterránea de los Beatles en la URSS fue tan potente que hizo mucho más en la erosión del régimen comunista que la contrapropaganda de la guerra fría dirigida desde el otro lado de la Cortina de Hierro.
Hoy, ver el concierto produce un estado emocional agridulce. Te pone la piel de gallina ver a 200.000 personas cantando y bailando en éxtasis de felicidad todas las canciones de los Beatles que no pudieron escuchar en su juventud, a diferencia del resto del mundo. Te pones en su lugar y, para ellos, era del todo cierto que los Beatles habían llegado finalmente a la Plaza Roja. La parte trágica es ver a Putin explicando lo importantes que fueron los Beatles a pesar de estar prohibidos; lo duro son las imágenes del tirano siguiendo como uno más el concierto. Lo terrible es comprobar que ese grito de libertad ahogado durante dos generaciones y que llenó la Plaza Roja de la mano de los Beatles fue solo un sueño, porque en esa masa feliz estaba su líder, el huevo de la serpiente que eclosionará veinte años después para devorarlos.
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