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Hace unos días, en un encuentro con padres de alumnos, nos detuvimos un rato para conversar sobre un tema recurrente: la confusión, nacida del miedo ... ante la incertidumbre, que tienen sus hijos acerca de su futuro. Esta es una preocupación natural en los jóvenes de todas las épocas, pero en estos momentos hay algo más que no se daba antes; me refiero a un manto de pesimismo acerca del mundo (o de la vida en general), a lo que tampoco es ajeno el camino cada vez más difícil para formar familias estables y poder educar sin angustia.
Y sin embargo, en el siglo pasado existían muchas preocupaciones, y no eran menos los problemas que enfrentaban las naciones en su conjunto. La gran diferencia estaba en que no bloqueaban el horizonte psicológico de los jóvenes occidentales, en cuyos márgenes seguía vigente la imagen de un progreso constante, la creencia de que, a pesar de todo, el mundo iba a seguir mejorando. Las cosas han cambiado, por dos razones. La primera es el impacto maximizado de tener noticias catastróficas sobre amenazas reales como el cambio climático y la vuelta de la guerra a Europa. El ser humano no está preparado para procesar tanta noticia negativa de modo continuo. La segunda es que en Occidente la idea motriz de que cada nueva generación iba vivir mejor que la anterior se ha invertido, y ahora son muy pocos los que pueden aspirar a una vida independiente y digna (poder formar un hogar) a los treinta años de edad. El resultado es que el natural optimismo y el deseo de marcar la diferencia, que siempre ha distinguido el horizonte vital de buena parte de la juventud, se ha quebrado, dando paso a una expectativa de mínimos: poder compartir un piso y aspirar a algo parecido a un trabajo estable.
A los políticos les corresponde hacer posible que algo considerado del todo normal hasta hace unos pocos años (disponer de una vivienda digna), sea una conquista irreversible. Por desgracia, esto no parece ser así. Pero al margen de todos los problemas estructurales, siempre les digo a los padres que el futuro no está escrito, y son precisamente los jóvenes quienes pueden cambiar esto. Los padres jóvenes tienen la posibilidad de regenerar la política, de propiciar un cambio de rumbo. Olvidamos que los que van a regir las naciones, los que pueden cambiar las cosas, están en nuestra casa. Los padres de estos alumnos que serán hombres y mujeres adultos dentro de diez o quince años tienen la posibilidad de alentarles a que marquen la diferencia. Para ello han de inculcarle los valores de honestidad y esfuerzo, la creencia de que nada está escrito, y que son ellos los que han de pelear para que las cosas cambien, cada uno desde el lugar que vaya a ocupar en la vida.
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