El sistema democrático, el menos malo de las formas de gobierno, tiene dos problemas de difícil solución, ya que se instalan en sus mismos fundamentos. ... El primero es su naturaleza de confrontación. Un partido se hace con el poder si 'vence' a los otros, en solitario o con la alianza de los que aspiran a compartir el gobierno. El verbo 'vencer' es del todo pertinente, puesto que se derrota a los partidos 'enemigos'. En otras palabras, todo el sistema está impregnado de hostilidad, y no es extraño que se recurra a numerosas artimañas para conseguir esa victoria, entre las cuales se incluye el embuste, el insulto o la difamación. El célebre caso Watergate, donde se destapó una trama de espionaje del partido democrática impulsada por la Casa Blanca, se integra en este contexto. Frente a esta democracia bélica se han alzado los filósofos de la política exigiendo un cambio de perspectiva: es la llamada democracia 'deliberativa', donde el fundamento no es la guerra abierta sino el respeto a unos argumentos elaborados de acuerdo con la reflexión y las necesidades expresadas por la ciudadanía. Pero hoy por hoy es una utopía.

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El segundo problema estructural es la falta de criterios para elegir a los líderes nacionales. A diferencia de lo que ocurría en los periodos previos a la Revolución Industrial, en los que el poder estaba solo al alcance de un pequeño número (aristócratas y elites de los ejércitos) de individuos, el desarrollo de las ideas igualitarias de la Ilustración y la expansión de la cultura y el bienestar hacia la gran masa popular conllevó la posibilidad de que el dirigente pudiera salir de una base muchísimo más amplia, lo que sin duda fue una ventaja en muchos sentidos, pero también conllevó una pesada carga, a saber, que el número de individuos que podían aspirar a obtener el gobierno con problemas en su personalidad o mentales aumentara de igual manera.

Porque, no nos engañemos, salvo los antecedentes penales (y no siempre) no existe ningún impedimento en una democracia moderna para que un sujeto sin ninguna moral o competencia se alce con el poder. Cualquiera que siga mínimamente la actualidad puede comprobarlo. Pedimos a los aspirantes a conducir un vehículo que superen una serie de pruebas que demuestren su capacidad, pero en el caso de los políticos no pedimos nada. De hecho, los carísimos y muy solicitados asesores para las campañas electorales tienen claro que deben manejar una serie de factores, entre los cuales la competencia nada tiene que ver, como se demuestra en la feroz lucha por controlar los debates televisivos. Así que poco me sorprende la ciénaga permanente en la que nos desenvolvemos.

No existe ningún impedimento para que un sujeto sin ninguna moral o competencia se alce con el poder

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