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Leo un artículo en El País escrito por el valenciano y catedrático de Ciencia Política, Ignacio Sánchez Cuenca. En él se interroga acerca de la desafección creciente de la ciudadanía por las instituciones democráticas y la mayor aceptación que se observa en las urnas de ... las alternativas nacional-populistas, donde los vendedores de humo prometen soluciones rápidas a complejos problemas sociales y económicos («esto lo arreglo yo en cuanto me den la mayoría absoluta»). Su opinión es que no basta la situación económica deteriorada para explicar este cambio, porque -razona- el mundo ya vivió en el pasado circunstancias mucho peores (las crisis del petróleo en el decenio de 1970, y los efectos de paro e inflación que se vivieron en los años ochenta, mucho mayores que los actuales), y la fe en las reglas de la democracia no sufrió quebranto alguno.
Sánchez Cuenca no aventura ninguna hipótesis para explicar esta anomalía. Pero la psicología quizás puede ayudar. Como consecuencia de la época de bonanza que se vivió en Occidente desde los años 90 hasta la gran recesión de 2008, periodo en el que desapareció la URSS y vieron caer muchas dictaduras, se extendió la expectativa de que las cosas solo podían mejorar, y que el horizonte de la sociedad del bienestar como un estado de cosas generalizado era una meta perfectamente realizable. El fracaso de esta creencia bien establecida resultó un golpe muy duro; como se ha dicho tantas veces, a partir de ese año se asumió que la generación venidera, por vez primera desde el fin de la II Guerra Mundial, iba a vivir con una calidad de vida peor que la de sus padres. El problema de la vivienda es el ejemplo más notable.
A lo anterior habría que añadir que la clase política no ha tenido ningún tipo de regeneración después de la gran crisis, de modo tal que alcanzaron el poder personas que no tenían la capacidad ni la imaginación para idear nuevas formas de gestionar la sociedad desorientada que les votó, a lo que se han sumado notables casos de corrupción en muchos países. El resultado es que, en un mundo donde la capacidad de crear estados de opinión se ha multiplicado exponencialmente mediante las redes sociales, está triunfando la idea de que «la democracia es una estafa», y que la solución está en el demagogo que la repudia sin ambages, y sin vergüenza. No es solo una cuestión de economía, es que la gente esperaba mucho más del progreso; la diferencia con respecto a los ciudadanos de los años 80 era que estaba más fresca la amenaza de la tiranía y la pobreza. La gente, con razón o sin ella, se ha sentido muy decepcionada, y en buena medida busca al salvador, al que la democracia le da igual.
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