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Rafael Nadal acaba de perder su partido de dobles con Alcaraz en los Juegos Olímpicos de París, y los 15.000 espectadores que han asistido ... al partido en la Philippe Chatrier le dedican una ovación espectacular. Son conscientes de que es muy probable que hayan visto el 'último baile' de Nadal, el fin de una carrera asombrosa que le ha llevado a ganar la absurda cifra de catorce trofeos Roland Garros en la capital francesa. Un par de días antes la multitud ya había presenciado un prolegómeno de la despedida con la derrota del jugador balear ante su más encarnizado rival, Novak Djokovic, en el torneo individual. Las dos derrotas fueron contundentes; curiosamente, ambas cortadas con el mismo patrón: un primer set donde los rivales arrollaron, y un segundo en el que Nadal, solo o con Alcaraz, ofreció una última batalla emocionante, pero al fin inútil.
Sin embargo, Nadal se resiste a decir adiós. En una entrevista posterior al partido con el serbio, se había quejado de que los periodistas, al preguntarle continuamente sobre su posible retirada final, parecía que querían que dejara ya definitivamente el tenis. Yo confieso participar de ese pecado: creo que los periodistas trataban de decirle que una carrera tan extraordinaria como la suya no debería terminar con una larga agonía, con nuestro ánimo encogido al ver que no puede devolver pelotas a las que en otro tiempo (no hace mucho) llegaba de sobras, o fallar golpes que antes ejecutaba con brío y precisión. Su cuerpo no puede retroceder en el tiempo, lo ha exigido mucho y este se le ha rebelado continuamente con múltiples y largas lesiones. Todos lo vimos en el partido contra Novak: este solo tiene un año menos (37, por los 38 de Nadal), pero su físico todavía le responde como para llegar a la final de Wimbledon y despachar a su antiguo temible rival simplemente con un juego aseado.
Pero, por supuesto, comprendo a Nadal. Cuando se ha llegado a ese nivel, el amor a la profesión y la adrenalina que provoca levantar al público de un estadio repleto con una gran jugada constituyen un vínculo poderoso, casi una adicción. Hace un mes Nadal perdió la final ATP de Bastad ante un rival que hubiera ganado hace un par de años sin despeinarse; fue el preludio de lo sucedido en París. Andy Murray, uno de los grandes del 'Big Four', lo tiene claro: después de los juegos se retira. Nadal le da vueltas a la idea, pero se resiste. Sin embargo, no habría mejor momento. Es mejor despedirse dejando el aroma de partidos míticos en la memoria que ofreciendo unas imágenes últimas de decadencia. Sé que le hace feliz jugar al tenis, pero también uno se debe a un legado, y el suyo es inmenso; no merece acabar con el sentimiento de pena.
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