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A la hora de almorzar, Batiste dispuso, como solía, una improvisada mesilla en la parte de sombra de un naranjo grande, junto a las boqueras ... de la acequia. Bastaba un sencillo cajón de madera, de los que se gastaban para recoger la cosecha, y como mantel valían unas hojas de periódico. Encima, un platillo con un puñado de olivas partidas, unas cebollas tiernas con una pizca de sal y un porrón de vino 'embocaet', al gusto, entonces, de los labradores de la huerta. El botijo que refrescaba el agua quedaba en el suelo, y para sentarse bastaban unas piedras, de las que servían para sujetar las portillas y regular el agua en las tablas cuando había que regar.
«T'agrá esta ceba?», le preguntó uno de la cuadrilla a Batiste. «No está mal -repondió-, pero les he menjat de més dolces». A continuación fue él quien preguntó: «I estes olives qué vos pareixen?, son de l'olivera de casa, les ha fet la meua dona». Entonces, entre bocado y bocado al entrepán discurrió el debate sobre la forma dispar de preparar las aceitunas caseras. «Qué cóm les adoba?», se interesó Alberto, que se las daba de buen cocinero. Y Batiste lo detalló así, más o menos: «Pues li posa herba d'olives, sal, timó, algunes fulles de garrofer mascle...» «I per qué no li posa unes tallaes de llimó?, a mí m'agrada més que porte el gustet de la llimera».
«Tú no tens ni idea, xé -replicó Batiste-, cóm li vas a posar llimó a les olives verdes, aixó es quant son més madures, o a les marsides, i ni aixina es sempre precís.»
Terció Lluis en el debate, y luego Arturo, y como nadie complacía a Batiste, éste optó por darle un giro radical al asunto y soltó: «Jo, lo que sé de veritat es que el temps está canviant, i que igual va a ploure per fi». Así era su forma de recuperar la atención y su autoridad moral. «No vejeu que la muntanya ha variat de color i ara es blava?, aixó es perque està canviant el temps. Igual plou. I les formigue están eixint dels formiguers; se veu que tenen por d'ofegar-se si cau molta aigua».
«Cóm va a canviar de color la muntanya, xé?», replicó alguien. Y Batiste hizo acopio de todo su mando para concluir: «Burro, que no es la muntanya, es l'atmósfera la que canvia, peró es la manera de voreu i dir-ho».
Aquella sabiduría atesorada generación tras generación se ha perdido; ya no reparamos en que la montaña, a lo lejos, cambia de color y a veces se ve azulona, ni nos fijamos en que las hormigas están más activas de repente. Mucho menos tenemos capacidad de interpretar todo ello. Nos basta con presumir que lo tenemos controlado a través del trampantojo de alguna aplicación del móvil.
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