Si usted va de excursión por el campo o el monte, a pillar setas o a coger violetas, tiurulín-tirulán, y en ésas le viene ... un apretón de vejiga, como si es de cosas mayores, buscará sin mayor reparo un vericueto algo apartado de la visual ajena, lo más recatado posible, y remediará el apuro. Sin problemas. Pero eso, en el campo, viéndolo desde el plano profesional y productivo, no quieren que se haga así. Hay normas. Los trabajadores del campo, o usted mismo, si es el dueño del terreno y no va de puro paseo, como los que recolectan la cosecha y hasta el camionero que se la lleva, deberían disponer de un lavabo en orden donde poder aligerarse, llegado tal caso. Como lo lee. Hay normas. Normas pijas, si quiere, pero normas. ¿Se ven muchos lavabos o retretes en medio del campo? Ninguno. Pero sí que hay ya cierto trasiego de armatostes de plástico que sirven de wáters móviles, como los que se instalan en calles y plazas de la ciudad en fiestas, para facilitar que la muchedumbre pueda aliviar sus necesidades y evitar de paso que proliferen micciones y otras cosas entre coches y setos ajardinados.
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Cualquiera entiende enseguida que hablamos de algo que es preciso en la ciudad, pero en el campo... Pues también. Lo dicen las normas de calidad y de seguridad alimentaria. Pero si predican que la tierra está pobre de materia orgánica. Ah, pero esa es otra batalla. ¿Quién va a estar en contra de la máxima seguridad alimentaria? Nadie. Pues ahí lo tienen: wáters de quita y pon en mitad del campo. Fijos, no, que no darían permiso de obras. Y como eso, un sinfín de pequeñas y medianas reglas que han ido incrementando en los últimos tiempos los listados de exigencias, papeleos, certificaciones, comprobaciones, análisis, contraanálisis, expedientes, carnets, autorizaciones, licencias, restricciones, prohibiciones, limitaciones, inspecciones, revisiones y un etcétera casi inabarcable que no para de crecer y que se va a ir incrementando mucho más. Todo ello compone un conglomerado infinito de complicaciones que terminan por asfixiar al productor de alimentos, o sea, al agricultor o ganadero.
En las protestas agrarias que se han extendido por toda Europa hay, como casi siempre, una constante de ruina económica que se deriva de unos costes en aumento y unos ingresos menguantes. Pero esta vez aflora con fuerza una cuestión que en ocasiones anteriores apenas se apuntaba: «Las normas nos asfixian», claman. Normas muchas veces superfluas y excesivas, que multiplican los costes y hasta reducen producciones. Y encima son normas pijas. Impuestas por élites urbanas que torean muy bien de salón, pero no pisan campo: es lógico que les salgan pijas.
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