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Hace un siglo, Valencia sufrió máxima tensión por la falta de agua. La ciudad contra la huerta, los huertanos entre ellos y contra la ciudad. ... Nada de bromas. Fue una década especialmente seca, con muy pocas lluvias, y el caudal del Turia daba para muy poco, sobre todo desde final de primavera hasta mitad de otoño. No se trataba de meras restricciones al uso, como las que podemos padecer ahora de vez en cuando, si la sequía aprieta algo más. Al rebasar los 300.000 habitantes, la ciudad había conseguido sustanciales ampliaciones de su concesión de agua del río, lo que levantó las protestas de los agricultores que sufrían graves recortes en los riegos.
Los enfrentamientos llegaron a tal punto, con campañas de prensa, concentraciones, manifestaciones y presiones de ayuntamientos y acequias del Tribunal de las Aguas, que tomó parte el Gobierno. El 31 de octubre de 1926 se concentraron en Valencia miles de regantes, vecinos y autoridades de 76 pueblos afectados que acusaban a Valencia de llevarse su agua. Dos meses y pico después dimitieron el alcalde de la capital, Luis Oliag, y 33 concejales.
Las cosas se calmaron algo cuando el Gobierno planteó posibles soluciones: como emergencia, echar mano de las aguas subterráneas, y a más largo plazo, proyectar presas que guardaran sobrantes del Turia para los meses secos. Ayudó mucho que cambiara el ciclo y volvieran las lluvias, pero seguía el problema estructural, porque las necesidades continuaban aumentando y las obras definitivas no empezaban.
El embalse de Buseo (en el Reatillo, afluente del Turia) era desde 1915 el único disponible, pero insuficiente con sus 6 o 7 hectómetros cúbicos. Se proyectaron sucesivamente presas en Gestalgar, Rambla de Arquela, Loriguilla, Domeño, Conquetes, Molino del Marqués, Benagéber... Tardaron décadas y sólo se hicieron Benagéber y Loriguilla, lográndose entonces la relativa paz hidrológica en Valencia y sus huertas.
Hoy, en cambio, perdida en gran medida la memoria de aquello, está de moda arremeter contra las presas con la excusa de promover la sostenibilidad y la biodiversidad, haciendo que los ríos fluyan sin obstáculos, con toda libertad. Y la fiebre ecologista ha llegado tan alta que el Gobierno también está en ello y ha decidido el derribo de la presa de Valdecaballeros, en un afluente del Guadiana. Los pueblos ribereños y la Junta de Extremadura están en contra y presentan batalla. Veremos hasta dónde alcanza la epidemia de este buenismo sobrevenido que puede poner muy en jaque nuestra sostenibilidad del día a día, porque cabe que un día no tengamos agua para lavarnos la cara. Ya pasó y ahora somos muchos más.
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