MIGUEL RUIZ MARTÍNEZ
Domingo, 5 de julio 2015, 10:06
1862: Orihuela es visitada por un cuentista y una reina. El cuentista es un escritor danés, Hans Christian Andersen, enamorado de España, que viaja por la piel de toro, deteniéndose brevemente en nuestra ciudad, haciendo escala en una taberna de la misma. La reina es Isabel II, que tras visitar Andalucía y Murcia llega a Orihuela, alojándose en el Palacio del Obispo, a la sazón López Cubero, que cubrió a sus expensas las costas de la estancia de los reyes y su abundante, nobiliaria y barroca comitiva.
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Andersen vino a España, acompañado por el joven Collins, entre el 4 de septiembre y el 23 de diciembre de 1862. Sus impresiones sobre su periplo han quedado en el libro 'Viaje por España'. El escritor, ferviente enamorado de nuestro país, para el que viajar era vivir, decía que «el mapa nos muestra a España como la cabeza de doña Europa; yo vi su preciosa cara y no la olvidaré jamás». Entra por la Junquera y, a golpe de diligencia, tren y barco, va pasando por Gerona, Barcelona, Valencia, Játiva, Almansa, Alicante, Elche, Orihuela, Murcia, Cartagena, Málaga, Granada, Gibraltar, Norte de África, Cádiz, Sevilla, Córdoba, Madrid, Toledo, Burgos, y sale por Biarritz. El escritor quería conocer a su princesa España, a sus gitanos, y deseaba ser reconocido en un país al que su obra no acababa de llegar. Uno de los objetivos de su viaje era ser recibido por la Reina Castiza, que no tenía ni idea de quién era el autor de 'La pequeña cerillera'.
Don Hans Christian llega a nuestra ciudad desde Alicante, pasando por Elche. De Orihuela destaca su fertilidad, condensada en el celebérrimo refrán «llueva o no llueva trigo en Orihuela». Anota entre sus monumentos el gran Cuartel de Caballería, el Palacio del Arzobispo, quizá refiriéndose a Santo Domingo, y la Catedral. Dice que vio estos tres monumentos, pero que no se acuerda de ellos. Puede que el cuentista estuviera mareado por los tumbos que daba la rústica diligencia, como mareado y cabreado quedó con el trato autoritario a que sometió a los viajeros la dueña de la taberna oriolana a la que fueron a comer. Traza un magnifico retrato de la taberna y sobre todo de la tabernera, «una mujer joven y rubia, inflada de gorda pero de tez blanca y sonrosada», que mandaba con voz hombruna. «Debía de tener buenas fuerzas; seguro que podía doblarle la rodilla a más de un buen mozo. Era el tipo ideal de mujer para un bandolero. Parecía importarle un bledo que acabase de llegar una nueva tanda de viajeros y que la diligencia parase con el tiempo justo. Nos moríamos por comer algo». Poco caso les hizo, se comportó «como si no viese ni oyese a nadie». Tras una hora de espera les sirvieron la comida. La escena acaba así: «La dueña, plantada con los brazos en jarra, nos miraba con tal cara de ordeno y mando que resultaba divertida. ¡Lástima que no la pintase alguien para el rótulo de su taberna!»
Al salir hacia Murcia por la carretera en obras, que iba a venir pronto la reina, que por esos días estaba en Sevilla, apuntó: «Las oscuras y desnudas montañas se retraían por momentos hacia el horizonte; pitas de espinosos tallos en flor, orlaban el camino como una tupida valla. Descomunales chumberas, repletas de carnoso fruto de color dorado rojizo, cubrían totalmente el campo; y en los altozanos secaban su piel al sol los deslumbrantes pimientos, rojos como el fuego».
El danés se cruzó con la Reina Castiza en Granada. Cos-Gayón, en su 'Crónica', retrata la entrada de la reina el día nueve de octubre en la ciudad de la Alhambra, a la cuatro de la tarde, «una hermosa tarde de otoño». Andersen se encandila con el espectáculo: «¡Qué explosión de júbilo! Volteaban las campanas de todas las iglesias, nutridos grupos de gitanos bailaban por las calles tocando las castañuelas y unos extraños instrumentos de cuerda. Era como un ruidoso desfile de bacantes. Aquellas figuras de piel tostada y pelo negro iban acicaladas con increíble primitivismo». Pero no, no fue recibido el escritor, aquel niño pobre de Odense, por la reina de España. Ni en Granada ni en Madrid.
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La reina de la 'Corte de los Milagros', tan aclamada en su viaje de 1862, como zaherida y vituperada seis años más tarde, durante los acontecimientos de la Gloriosa Revolución, al compás de los escándalos de todo tipo que protagonizó la monarquía de aquel tiempo, llegará a Orihuela procedente de Murcia, desde cuyo santuario de la Fuensanta le había indicado dónde paraba la capital de la Vega Baja. El 27 de octubre sale de Murcia, llegando temprano a la divisoria de los Reinos. El cronista va redactando: autoridades que esperaban en el confín de la provincia de Alicante; arco de follaje y flores que se había erigido; acompañamiento de doscientos jóvenes jinetes que ponían de manifiesto los paralelismos de la entrada de Isabel I en Orihuela en 1488, camino de Granada, y la entrada de la Borbón; recepción que le hace el Ayuntamiento en las Puertas de Murcia, paso por la calle del Ángel, por la calle Mayor, la lluvia de poesías, flores y cintas que cae al paso de la comitiva. En la Catedral, el consabido Te Deum. Tras la subida y bajada al Seminario, descanso en el Palacio del Señor Obispo. Iluminaciones, pancartas, más poesías, toda la propaganda monárquica de que eran capaces los oriolanos de aquellos tiempos, fuegos artificiales contemplados desde los balcones del Ayuntamiento, serenata para la Reina «desde barquillas y góndolas que cruzaban sobre el Segura, por detrás de palacio». Terminó la visita con la entrega de 124.000 reales al Alcalde para que los distribuyera en limosnas a los pobres, en beneficencia y educación.
¿Qué se habrían dicho Isabel II y Andersen de haber tenido lugar el encuentro deseado por este último? Seguro que el literato habría dejado un magnífico testimonio escrito que habría matizado, un poco al menos, el conjunto de feroces sátiras, contemporáneas y posteriores, que han quedado sobre «la de los Tristes Destinos».
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