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ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA
Viernes, 20 de septiembre 2019, 00:34
Imaginen ustedes que todos y cada uno de los días de su vida tuvieran, cada vez que quisieran llevarse algo de comida a la boca, a varias personas observando. Arremolinados a su vera, delante y detrás, mirando atentamente todos sus movimientos; desde su posible aprobación o disgusto ante los platos hasta su correcta masticación e ingesta, sorbos y eructos incluidos. Semejante escrutinio nos parecería insoportable, pero a esta especie de sibilina tortura china estuvieron sometidos durante siglos todos los reyes de España, consortes e hijos incluidos.
Estas cosas en Zarzuela ya no pasan e igualmente fueron las cosas algo más laxas en tiempos de Alfonso XIII, a pesar de que por entonces la familia real aún residiera en el frío, enorme y rígido Palacio de Oriente. Pero los soberanos anteriores las pasaron canutas en la mesa, obligados a cumplir la férrea etiqueta borgoñona impuesta por la Casa de Austria tras el acceso al trono de Carlos I. Recuerden, queridos lectores, que el rey-emperador nació en Gante y que su padre, Felipe el Hermoso, fue duque de Borgoña y conde de Flandes, razón por la cual se conoce como «borgoñón» el ceremonial propio de la corte flamenca. Establecido a finales del siglo XIV y heredado de la dinastía Valois, el protocolo de Borgoña regulaba los hábitos cortesanos a través de un sinfín de rituales destinados a realzar la autoridad y excepcionalidad de los monarcas. Estrictos rituales marcaban el modo de vestir, recibir, atender o tratar a los soberanos desde una férrea distancia humana pero con enorme magnificencia, de forma muy distinta a la de las sencillas ceremonias de la corte castellana.
Carlos I (1500-1558) pisó por primera vez España en 1517 sin conocer el idioma ni las costumbres del país y, a pesar de que a lo largo de su vida fue aclimatándose a los usos de su nueva patria, fue siempre fiel a su herencia flamenca. Tanto que en 1547 ordenó que su hijo, el futuro Felipe II, fuera servido a la borgoñona. A partir de esa fecha aquella complicadísima etiqueta se convirtió en la marca de la casa de los Austrias, y así pasó de rey en rey incluso después de la llegada de los Borbones. El ceremonial borgoñón resultó al principio complejo, caro y absurdo a ojos de los súbditos españoles (las Cortes de Castilla pidieron sin éxito en 1558 volver al antiguo sistema de organización de la casa real), pero sus mil sirvientes y solemnidades glorificaban de tal manera la figura del monarca que, primero por elección y más tarde por tradición, todos los reyes españoles optaron por conservarlos.
Cuando más se dejaban sentir aquellas pesadas normas era a la hora de comer. Si a estas alturas nuestros antiguos soberanos aún les parecen a ustedes unos privilegiados sin queja posible, quizás empiecen a compadecerlos ahora. La etiqueta protegía y aislaba a las personas reales convirtiéndolas en figuras inalcanzables y casi divinas, pero ninguno de nosotros querría ser objeto de semejante adoración. En la práctica significaba tener que aguantar un montón de prácticas tediosas y sin sentido, también cuando apretaba el hambre en los augustos estómagos. La mesa de los reyes debía ser abundante, magnífica y espléndidamente apabullante tanto en la diversidad de platos como en su servicio, de modo que se impuso una sobreostentación culinaria acompañada de una solemne presentación que hizo de las comidas un acto interminable y antipático, sin resquicio para el disfrute personal o la privacidad.
Gracias a un manuscrito anónimo conservado en la Biblioteca Nacional Francesa y titulado 'Relación de las cosas más notables de la corte de España hecha en el año de 1616' sabemos por ejemplo cómo comían en público Felipe III (1578-1621) y su por entonces ya fallecida esposa Margarita de Austria (1599-1611). Sobre una tarima elevada, cubierta con alfombras y un dosel, se disponía la mesa real con varios manteles y en la cabecera «el servicio para su majestad doblado como se suele y encima de la primera servilleta dos panes, uno grande blanco y otro chiquito moreno del cual comía de ordinario la Reina que está en el cielo, y encima otra servilleta cubierto todo con un plato de plata» junto al que había un salero y cubertería.
Antes de que los reyes pudieran asomar siquiera la nariz se traían los manjares precedidos de representantes «de las tres Guardias, arqueros y alabarderos españoles y tudescos, luego dos maceros con sus mazas de plata dorada con las armas de Castilla y León, luego los cuatro mayordomos, detrás el Mayordomo Mayor y detrás los meninos con las viandas cercados todos de los guardas». Puesta la comida en la mesa salía por fin el regio comensal, se sentaba, el limosnero mayor echaba la bendición y se dejaba pasar a «algunos que le quieren ver comer».
Había damas y gentilhombres «de boca» que se turnaban, servilleta al hombro y de rodillas, para servir a sus majestades: uno destapaba los platos y se los pasaba a otro, que a su vez los enseñaba al rey y si éste callaba, otra persona le servía una ración, entregando el sobrante a un menino que se lo llevaba fuera. Los asistentes contemplaban en absoluto silencio la masticación y deglución, atentos a cualquier mínima señal de cabeza para saber si el soberano había terminado, quería más o deseaba beber, asunto que implicaba otra cadena de cinco servidores o más. Con cada plato se cambiaban la servilleta, la copa y los cubiertos, y «el número de platos suele ser de quince arriba en las comidas públicas». ¿Les dan algo de pena ahora? Pues espérense a saber la próxima semana cómo eran la salva y las abluciones, verán.
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