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pPágina de 'Rerum medicarum Nouae Hispaniae' (Francisco Hernández, 1561) e ilustración de Basilius Besler, 1613. R. C

La flor del Sol

Cuando llegó de América en el siglo XVI el Helianthus annuus o girasol, hoy un producto codiciado, asombró por su tamaño y aspecto

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA

Jueves, 17 de marzo 2022, 23:35

Menos acaparar aceite de girasol y más comprar churros. Ése es el único consejo que puedo darles, estimados lectores, y el único que tiene cierto sentido ante el pánico por desabastecimiento. Cedamos el aceite que queda a quien verdaderamente lo necesita y sufre las consecuencias de su escasez, como los propietarios de churrerías, freidurías y conserveras. Compremos si podemos sus productos -a los que de mala gana han tenido que subir el precio estos últimos días- y resignémonos a freír en casa con aceite de oliva o a no freír, que encima es más sano y engorda menos.

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No se me pongan tiquismiquis con lo de que el de oliva es muy fuerte y las torrijas no quedan bien: en España el aceite de girasol no se popularizó hasta los años 60 y para entonces las torrijas ya llevaban haciéndose al menos cinco siglos. Aunque a veces se frieran con manteca de cerdo, lo habitual --y en Cuaresma, obligado- era hacerlo en aceite de oliva, un producto que en nuestro país era tradicional, abundante y asequible. No nos hicieron falta otras grasas vegetales hasta mediados del siglo XX, cuando el desarrollo de la industria alimentaria precisó nuevas opciones a mejor precio y con una temperatura de humeo más alta. El aceite de oliva virgen extra comienza a quemarse a los 160 ºC, mientras que las grasas extraídas del coco, el maíz, el cacahuete, la soja o el girasol lo hacen a partir de los 232 ºC. Al abrirse al mercado internacional e imitar sistemas de producción extranjeros (por ejemplo, para snacks o bollería), la economía española introdujo poco a poco en sus engranajes aceites vegetales que hasta entonces habían pasado prácticamente desapercibidos para el público. En los 70 se vendía en los supermercados españoles «aceite refinado de semillas» con mezcla de girasol, algodón y pepitas de uva, mientras que el aceite de maíz se promocionaba como la grasa más beneficiosa para el corazón y el mejor ingrediente para realzar el sabor de los alimentos frescos.

La tragedia del aceite de colza interrumpió en 1981 aquel breve período de fervor por los óleos novedosos. De todos ellos sólo subsistió el de girasol, tan arraigado actualmente en los usos populares que la mera idea de que nos falte ha provocado compras tan desaforadas como las que el papel higiénico protagonizó a comienzos de la pandemia. Hasta que el conflicto en Ucrania no se resuelva el untuoso girasol no volverá a fluir con normalidad. Nos tocará recurrir a otras grasas vegetales (los churreros parece que apuestan por la de soja) o volver a nuestros antiguos fueros olivareros, igual que en los tiempos anteriores a que el mundo descubriera las ventajas del Helianthus annuus.

El girasol se ha convertido súbitamente en un asunto de estado. El presidente del gobierno ha tenido que pronunciarse sobre el tema, los consumidores se pegan por la última botella del estante y las tiendas ponen límite a las unidades que se pueden comprar por persona; los fabricantes se tiran de los pelos por haber dependido de las exportaciones de Rusia, los agricultores reclaman dedicar más hectáreas a su cultivo en España... Ciertamente las cosas no se valoran hasta que se pierden, y yo por mi parte confieso que hasta la semana pasada no había prestado ninguna atención al pobre girasol.

No sabía ni de dónde provenía. Vivía en la más completa inopia girasolera, sin intuir siquiera que esta planta formó parte del intercambio colombino y vino a Europa en el siglo XVI a bordo de galeones españoles. Todo el mundo sabe que el tomate, la patata, el pimiento o el chocolate proceden de América, pero pocos acertarían a decir que el girasol vino del mismo lugar y en la misma época.

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El girasol se domesticó hace unos 5.000 años en la zona comprendida entre el sureste de Estados Unidos y el norte de México. Entre el sinfín de plantas que sorprendieron a los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo estaba el chimalacatl (caña escudo) o chimalxóchitl (flor escudo), un extraño vegetal que el lexicógrafo extremeño Fray Alonso de Molina definió en 1571 como «cierta yerva grande y redonda». Su nombre procedía de su parecido con los escudos circulares de los guerreros (en náhuatl, chimalli), vínculo que los aztecas habían reforzado usando la flor de girasol como ofrenda tradicional de paz a los visitantes. También se utilizaba como tinte, medicina y alimento, pero en lo que se fijaron los españoles fue en la gran altura que alcanzaba la planta -de hasta 2 metros- y en la vistosidad de sus flores, tan grandes, redondas y amarillas como el sol.

Mirasol y tornasol

Después se percataron de que además sus brotes jóvenes seguían de día el movimiento del astro solar y la llamaron girasol, mirasol y tornasol, aunque inicialmente recibió otras denominaciones como flor del sol, sol de Indias, corona real, giganta o copa de Júpiter. Se trajo enseguida a España como planta ornamental despertando la inmediata curiosidad de médicos y botánicos como Nicolás Monardes, quien en 1574 escribió que hacía varios años que en Sevilla conocían la «yerva del sol», «extraña en grandeza, que la he visto de dos lanzas en alto, y porque echa la mayor flor y más particular que jamás se ha visto». Del aceite no dijo nada y yo de momento tampoco lo haré. Queda para otro día.

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