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GUILLERMO ELEJABEITIA
Martes, 9 de mayo 2017, 20:25
El origen del Celler de Can Roca, uno los tres mejores restaurantes del mundo, está cruzando una carretera comarcal a solo unos cientos de metros de distancia, aunque les separen años luz en el escalafón gastronómico mundial. La casa donde Joan, Josep y Jordi Roca dieron sus primeros pasos -en la vida y en la restauración- sigue fiel a un menú del día que cuesta once euros y mantiene su aroma a cocido, pescado al horno, estofado o calamares a la romana. Hoy huele a canelones.
Aquí reina Montserrat Fontané; la madre de los Roca, la roca madre. Tras su figura menuda, su verbo tembloroso y su trato afable se adivina una empresaria tenaz y una trabajadora incansable, que sigue bregando a diario en los fogones de esta casa de comidas por la que parece que no ha pasado el tiempo. «¡Y vaya si ha pasado!». La historia de cómo esta cantina para obreros en las afueras de Girona alumbró el que ha llegado a ser el mejor restaurante del mundo se remonta al 13 de abril de 1967. Can Roca acaba de cumplir cincuenta años.
Montse todavía recuerda la mañana en que su marido Josep le habló de una barraca, mitad bar y mitad barbería, que había visto en el barrio Hermanos Sabat. «¿Y si la compramos?». Por aquel entonces él era chófer de autobuses y ella ayudaba a su madre y a su hermana en el restaurante Lloret, en Girona. Joan tenía tres años, Josep uno y a Jordi le faltaba casi una década para entrar en escena.
Con «todos los apuros del mundo» y no poca ayuda familiar, en las navidades del año 66 adquirieron el local y se pusieron manos a la obra. Echaron abajo el tabique que separaba los dos negocios y dijeron adiós a la barbería para empezar a servir comidas. «Tuvimos mucha suerte», reconoce Fontané. «Los sábados y domingos venía todo el pueblo... También es verdad que no tenían otro sitio a donde ir, hoy en cada puerta hay un restaurante», bromea. En el menú de Can Roca no hay espacio para grandes alardes. Un repertorio escueto y sabroso que Montse aprendió de la mano de su hermana María y de su suegra, Angeleta, un trío de mujeres preludio del triunvirato actual. Se estrenó con unos calamares a la romana que les había enseñado a hacer la antigua dueña del Lloret. «Pero mi hermana decía que les faltaba algo». ¿Qué? Montse sonríe pícara. Le cuesta revelar el secreto: «Antes de freírlos en aceite bien caliente, les echamos un chorrito de sifón». Con ellos se ganó a la clientela de los fines de semana, pero fue con sus cocidos de los lunes, sus macarrones de los martes o sus estofados de los miércoles con los que conquistó los estómagos de los obreros que en aquellos años comenzaban a instalarse en la zona.
Montse «lo mismo hacía la comida, que servía las mesas o ponía el café» en jornadas de sol a sol, mientras su marido seguía durante un tiempo al volante del autobús. «Los tres primeros años fueron los más duros». Con dos bebés en casa, luchaba por echar a andar el negocio en el que la familia había puesto todas sus esperanzas. El primer día que cerraron «todos se quedaron durmiendo, pero yo me levanté por la mañana, me preparé un pan con tomate y dos costillas a la plancha y me las comí feliz. ¡Por fin un día de fiesta!».
De la tierra a la Luna
Cuando hubieron devuelto el dinero con el que habían comprado el local, respiró aliviada, pero ni por un momento pensó en dormirse en los laureles. «Aquí no podíamos hacer bien las bodas, teníamos que ampliar, pero convencer a mi marido costó una barbaridad», recuerda. Tres 'paletas' de Sarriá, a los que bautizó con los nombres de los astronautas que aquel verano pisaron por primera vez la Luna, le ayudaron a hacer su sueño realidad. Sobre la barraca primigenia levantaron dos plantas; la primera, para el comedor de banquetes; la segunda, para la vivienda familiar y un puñado de habitaciones. «También alquilábamos unos pisos que había aquí al lado y, al vecino que tenía una habitación libre, le ponía a alguien a dormir. Hicimos dinero entonces», reconoce esta cocinera con alma de emprendedora.
Los niños fueron creciendo mientras correteaban por el bar, donde más pronto que tarde tuvieron que echar una mano. «Joan a los 12 años tuvo claro que quería ser cocinero y le encargué un par de chaquetillas en Casa Oriol Carbó», una institución. Josep se encargaba de rellenar las botellas de vino y atendía el comedor, «pero pedía una mesa en la cocina y mientras tanto salía a la calle a dar patadas al balón». Cuando creían que la familia estaba completa «llegó Jordi para hacer el postre». Le costó encontrar su lugar. «Al principio faltaba un camarero e iba él, había que ayudar en la cocina, iba él, hasta que llegó un pastelero inglés a trabajar con nosotros y descubrió que era eso lo que le gustaba».
El ecosistema familiar empezó a salirse de madre a mediados de los noventa, cuando Joan, recién llegado de la mili, y Josep, ya graduado en la Escuela de Hostelería, «decidieron comprar la casa de al lado y empezaron a tirarme paredes... '¿Pero qué me estáis haciendo?'», les decía. Sencillamente, lo mismo que había hecho ella unos años antes, abrir hueco para su propio sueño. Había nacido El Celler de Can Roca, y el resto es historia de la gastronomía. Cuando hizo cumbre como el mejor restaurante del mundo, sus hijos le sugirieron que subiera el precio de su menú del día. Montserrat se negó en redondo: «¿Qué culpa tienen mis clientes de vuestro éxito?».
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