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ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA
Viernes, 24 de enero 2025, 00:18
A pesar de haber nacido en las selvas más recónditas del lejano Perú, el osito Paddington tiene nombre de estación de tren londinense. También lleva abrigo, sombrero y habla en inglés, pero a su creador Michael Bond se le ocurrió darle una definitiva pátina de «britanidad» que sus lectores pudieran identificar e incluso compartir con el personaje: Paddington ama por encima de todas las cosas los sándwiches de mermelada. Y no de cualquier mermelada, sino los de mermelada de naranja amarga. A nosotros nos puede parecer poco golosa para el paladar infantil, pero cuando 'Un oso llamado Paddington' se publicó en 1958, la de naranja agria llevaba varios siglos siendo la confitura de referencia en las islas británicas y constituía una parte clave de desayunos y meriendas.
Durante la Segunda Guerra Mundial y el estricto racionamiento de alimentos que la siguió, las naranjas frescas, el azúcar y, por supuesto, la mermelada -ya fuese casera o industrial- se convirtieron en lujosas rarezas para los ciudadanos del Reino Unido. Intentaron recordar tiempos mejores a base de sucedáneos, tristes jaleas de color anaranjado hechas con zumo de manzana y zanahoria que se parecían muy poco al producto que añoraban. Si para nosotros el «sol de Andalucía embotellado» es el famoso Tío Pepe, para ellos lo es la mermelada de naranja amarga, elaborada tradicionalmente con fruta sevillana. Cuando en 1954 Isabel II firmó el fin de los cupones y de las restricciones a la importación, los británicos respiraron tranquilos. Por fin podrían volver a desayunar mermelada todos los días.
El año anterior Edmund Hillary se la había llevado consigo en su ascensión al Everest, al igual que hizo Scott en su expedición a la Antártida en 1912. A pesar de que se fabricaba con ingredientes que no crecían en Gran Bretaña (naranjas y azúcar de caña) la mermelada de naranja amarga se extendió durante el siglo XIX a todos los confines del imperio británico y contribuyó a crear en su seno un gusto compartido, una idea de lo que era clásica y adecuadamente 'british'. La tomaba la familia real, la desayunaba James Bond en las novelas de Ian Fleming, la merendaban los personajes de Enid Blyton y la jamaba -en cualquier momento y lugar- el osito Paddington entre pan y pan. Precisamente a este último y al éxito de sus dos primeras películas, estrenadas en 2014 y 2017, se debe parte del reciente aumento tanto en cifras de venta como en la renovada pasión por la mermelada que vive el Reino Unido.
En el doblaje al castellano de 'Paddington' y 'Paddington 2' se pierde una sutileza idiomática que demuestra el fervor naranjero de los británicos. En inglés la palabra 'marmalade' se aplica solo a las confituras hechas con cítricos y, por tanto, no es equiparable al término genérico mermelada, entendido como cualquier conserva dulce elaborada con fruta y azúcar. Curiosamente, ambas voces tienen la misma etimología: proceden del portugués 'marmelada', que significa: dulce de membrillo.
En Portugal un marmelo es un membrillo y la marmelada, la confitura de textura sólida. El éxito de la pionera industria azucarera portuguesa hizo que en el s. XV sus conservas y dulces se exportaran a toda Europa, de tal manera que la carne de membrillo, una de las preferidas en aquella época, acabó dando nombre en muchos idiomas a una categoría entera de dulces.
Los ingleses se toparon por primera vez con la 'marmelada' portuguesa y membrillera en tiempos del rey Enrique VIII. La adoptaron como 'marmelet', 'marmalett' o 'marmaladoo' y pronto aprendieron a confeccionarla con la llegada del azúcar de Madeira a los puertos británicos. Aquella mermelada de hace 500 años era muy consistente y se podía cortar con cuchillo o guardar en cajas debido al alto contenido en pectina de la piel y las pepitas del membrillo. También son ricas en ese espesante natural las manzanas y los cítricos, especialmente la naranja amarga o Citrus x aurantium, que era mucho más habitual que la naranja dulce. A mediados del siglo XVI ya llegaban a Inglaterra y Escocia barcos cargados de naranjas y otros cítricos españoles como limones, cidras y toronjas. Aquí se usaba su zumo como condimento, de manera similar al vinagre, y también se confitaban enteros o se cocían triturados en almíbar para conseguir jaleas y lectuarios.
No pasó mucho hasta que los británicos descubrieron que con las naranjas de Sevilla -para ellos todas las amargas, aunque no sean andaluzas- se podía hacer una estupenda mermelada. La primera receta en inglés se publicó en 1602, en el libro 'Delightes for ladies', y apuntaba a una consistencia dura. Eso cambió a finales del XVIII, cuando los primeros fabricantes comerciales de mermelada de naranja en Dundee (Escocia) popularizaron una fórmula untable con trocitos de piel suspendidos en ella. Así siguen haciéndola los británicos, que este mes están en pleno frenesí mermeladero porque entre enero y febrero llega a sus mercados el fruto del azahar andaluz. Las naranjas de Sevilla no se destinan a uso alimentario, pero algunas del Real Alcázar llegan a la embajada del Reino Unido para confeccionar con ellas la 'marmalade' que desayunan en Buckingham. Sol de Andalucía embotado.
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