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Un refugio en la plaza de Campanar

El secreto mejor guardado de Valencia ·

Javier Vilalta regresa al barrio en el que se crió en busca de tranquilidad

m . labastida

Lunes, 6 de agosto 2018

Todos tenemos nuestro propio refugio en la ciudad en la que vivimos, ese al que acudimos para huir del estrés o de las tensiones, ese que nos sirve para desconectar, o ese que nos proporciona tranquilidad. Valencia cuenta con un refugio oficial (en la calle Serranos) y con otros muchos que cada valenciano adopta como propios. Hemos pedido a distintos profesionales, habitantes todos ellos de la ciudad, que compartan ese refugio, ese emplazamiento menos popular pero que ellos estiman como si fuese un representativo monolito o un reclamo indiscutible.

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«Mi día a día es intenso y aunque tengo el privilegio de vivir en la Seu, todas las semanas me escapo en busca del relax a Campanar, un pequeño enclave rodeado por la ciudad que mantiene sus raíces intactas. Allí pasé mi infancia y adolescencia hasta mis 30 años, en aquella época mis padres siempre me decían aquello de vamos a Valencia, pues si de algo se sienten orgullosan sus gentes, es de su identidad de pueblo. Aunque los últimos años ha sufrido el acoso inmobiliario a la que ha sabido sobreponerse, Campanar posee un importante patrimonio, como el Molí dels Frares que data del siglo XIII y se sitúa en la partida de Dalt de Campanar, en contra de lo que piensa la gente debe su nombre a Camp d'anar no al hermoso campanario que luce bello y erguido», explica..

«Todas las semanas camino a casa de mis padres, pero antes tomo el aperitivo en el bar de la plaza de Campanar acompañado de mi amiga Marina Puche, de Manitas de Plata, sin duda uno de los espacios más desconocidos de la ciudad en el que se disfruta de la belleza de la plaza, que mantiene sus casas labriegas de principios del siglo XIX. Sus árboles frondosos han sido testigo de confesiones y risas durante años», confiesa Vilalta. 

«Este refugio mental no sería lo mismo sin tomar una de las delicias del Forn de Manuela, donde las hermanas Raussell te atienden risueñas y con amplia sonrisa tras el mostrador del horno, que mantiene la estética de los años 60/70 -imágen autóctona perdida en la ciudad por la estética nórdica impostada-. Allí surge la duda sobre si degustar uno de sus premiados panquemaos, la coca cristina de calabaza (una auténtica delicatessen) o la Escudellà. Y para mi felicidad absoluta finalizo el recorrido en el estudio de Manitas de Plata, espacio de diseño que como el resto del barrio rezuma sensibilidad y sabor de lo artesanal con notas de inocencia expresadas en las pinturas y diseño de  sus obras. Esto no omite su voracidad con la que las hermanas Puche acaban siempre degustando la coca cristina de calabaza que siempre acabo comprando. Volver a la paz y tranquilidad de los pequeños pueblos a 10 minutos del centro de Valencia es un lujo», matiza.

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