ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA
Viernes, 14 de marzo 2025, 00:12
No falla. Como coleccionista de recetas manuscritas y de cuadernitos llenos de recortes o fichas de cocina, les puedo asegurar que este tipo de documentos siempre contiene muchas más fórmulas de repostería que de cocina salada y que se puede apostar con los ojos cerrados a que incluyen, casi impepinablemente, instrucciones para hacer magdalenas y rosquillas. Da igual que el recetario venga de Galicia, Murcia o Extremadura: si tiene menos de 150 años seguro que explicará los misterios magdaleneros y rosquilleros, conocimientos al parecer demandadísimos por las antiguas amas de casa españolas.
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Relegadas a la categoría de dulce industrial, desayuno ramplón o sustituidas por esos cursis y advenedizos muffins y cupcakes, las magdalenas necesitan urgentemente algo de cariño y una generosa ración de respeto. Su historia tiene más intríngulis de lo que podrían ustedes imaginar, y no hace falta evocar a Marcel Proust ni a su mano éxtasis magdalenero para hacerla más interesante. Las magdalenas de nuestra infancia no eran como las madeleines del escritor francés y en vez de en té las untábamos en café con leche o en Cola Cao, pero eso no quita mérito al peculiar enfoque español del magdalenismo. Las nuestras son más rotundas, llevan enaguas de papel y lucen un copete monumental, mientras que las francesas presumen de esbeltez y de una silueta característica, provocada por un molde acanalado con forma de concha. No parecen hermanas y tampoco siquiera primas, pero están estrechamente relacionadas.
Si alguna vez han oído ustedes que las magdalenas nacieron en el Camino de Santiago, olvídenlo. Destierren también de su cerebro la loquísima teoría de Joan Corominas, quien en su Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico apuntó que la magdalena se llama así «porque se emplea para mojar y entonces gotea llorando como una Magdalena». El que tiene un indiscutible origen remojado es el 'mojicón' (de mojar o untar en líquido), que antiguamente fue un dulce hecho de mazapán y a finales del siglo XIX acabó dando nombre a un tipo de bizcocho o bollo fino que se usaba principalmente para untar en el chocolate a la taza. Hay quien cree que los mojicones se diferencian de las magdalenas en que unos llevan aceite y las otras mantequillas, pero los primeros se hacían antiguamente sin ningún tipo de grasa (igual que el bizcocho clásico) y de las segundas yo he visto viejas recetas que ordenaban usar aceite de oliva o manteca de cerdo, así que no parece ser esa la distinción.
'Magdalena' es la adaptación literal al castellano del nombre francés 'Madeleine', que en nuestro país vecino y desde hace al menos 270 años caracteriza a una elaboración repostera. La primera receta conocida la dio Joseph Menon en 1755, en el libro 'Les Soupers de la Cour': sus pasteles a la Magdalena o gâteaux à la Madeleine llevaban igual cantidad de harina que de mantequilla, huevos, azúcar, un poquito de agua y para aromatizar la masa ralladura de limón o flores de azahar confitadas. Con eso se hacían unos «pequeños pasteles que servirás glaseados de azúcar», pero Menon olvidó mencionar si había que usar moldes. El característico molde de las madeleines francesas pudo ser lo que las bautizó: según el 'Dictionnaire de la gourmandise' de Annie Perrier-Robert (2012), en Commercy aseguran que la concha grabada en esos moldes se llamaba vulgarmente madeleine. Y en Commercy, un pueblo del norte de Francia en la región de Lorena, saben muchísimo de madeleines. Las de allí son las más famosas y comenzaron a venderse en París en torno al año 1810. También de Commercy era, según la leyenda, una cocinera llamada Madeleine que dependiendo de las versiones inventó este postre para una marquesa francesa o para Estanislao Leszczynski, rey de Polonia-Lituania que al abdicar del trono recibió como compensación por parte de los franceses el ducado de Lorena.
La primera mención a una Madeleine real la hizo en 1839 el 'Dictionnaire général de la cuisine française ancienne et moderne', que además de dar una extensa receta para elaborar estos bizcochitos la atribuyó a una tal Madeleine Paumier, antigua cocinera de madame Perrotin de Barmond. A día de hoy no se ha podido identificar o ubicar ni a la señora Perrotin ni a la supuesta Magdalena Paumier, pero el mito ya era imparable. Hubiera o no existido una Magdalena de carne y hueso detrás de la invención, lo cierto es que las madeleines se pusieron de moda primero en Francia y luego, como todo lo relacionado con la cocina francesa, en el resto del mundo.
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En España las 'magdalenas' con g ya se vendían en las confiterías madrileñas allá por 1836, y podemos encontrar recetas para ellas a partir de mediados del XIX, tanto en traducciones de libros franceses como en recetarios escritos por autores españoles. Unos y otros empleaban la fórmula original con mantequilla, harina, huevos y azúcar, más una pizca de limón o licor, y ordenaban utilizar moldes engrasados -ovales o redondos y acanalados-, nada de flaneras o cajitas de papel. Ese truco, más el del copete y el del aceite, se copió de postres españoles similares aunque manteniendo la denominación magdalenera, que sonaba mucho más elegante. Las ínfulas, siempre por delante.
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