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La lluvia, fiel a su personalidad, también el día que visité Albaida fue providencial. El temor a que la tormenta que ensordeció la noche y aún por la mañana nublaba el día empañara la visita, me llevó a retrasar el viaje. A primera hora de la tarde el cielo ya se había levantado y emprendí la ruta. Llegada al destino agradecí la lluvia, agadecí el retraso que me impuso. Albaida vestía de fiesta, celebraba su particular Corpus. Estaba preparada para la procesión. Las calles olían a manzanilla, la manzanilla que extendida sobre el asfalto regalaba perfume de natural esenciero y servía de carta de presentación de un pueblo sustentando por largas tradiciones vivas. Todo apuntaba a que había mucho que ver. Pero... ¿Por dónde empezar? Como siempre, por la plaza, donde los pueblos exponen su esencia, comparten con el visitante el aire que respira su gente y descubren rasgos de su cultura.
La plaza Mayor, amplio espacio de suelo empedrado, la preside el Palau de los marqueses de Albaida, obra del siglo XV levantada sobre restos del XIII; concede empaque a la extensa explanada que se abre ante él. Allí, en esa construcción, me cuenta Júlia Rodríguez, la técnico de Turismo, hay espacios visitables que «se está reformando permanentemente». Y es que Albaida no aparta la mirada de su Palau y usted si se decide a acercarse hasta allí le recomiendo que también fije en él sus ojos. Sepa que la torre de 'ponent' del histórico edificio acoge el Museu Internacional de Titelles, espejo y consecuencia de una de las tradiciones que alientan la vida del lugar: «La Mostra Internacional de Titelles que ya va por su XXXIV edición». Además, podrá conocer algunas salas y disfrutar de sus pinturas.
Sin dejar la plaza. De frente y a los lados de la histórica residencia de los marqueses de Albaida, toman el espacio antiguas casas solariegas que llevan la palabra historia escrita en sus fachadas, como la que apunta Júlia que fue la del obispo Tormo o la Llinás, hoy sede del Ayuntamiento. La atractiva arquitectura rural que se adivina en las dos calles que se abren al frente invitan a recorrerlas. El paseo permite encontrarse con más de esas casas solariegas. Cuenta Júlia que las levantaron en los siglos XVIII y XIX. Son testigo de la floreciente economía de tiempos que corrieron de la mano de «la industria del jabón, que fue tan importante para Albaida y a la que luego siguió la de la cera evolucionando hoy a la industria textil». Azulejos devocionales -más o menos antiguos- salpican las fachadas. Y la mirada curiosa se encuentra con amplia variedad de balcones de hierro trabajado bajo diferentes estilos, bellas puertas de cálida madera y alguna que otra llamativa aldaba acompañan el recorrido.
Pero no acaba ahí la historia. Se impone volver a la plaza. Es el kilómetro cero, desde donde parten todos los caminos. De nuevo, ante el Palau. Atravieso el arco. Detrás se descubre la iglesia de la Asunción en un pueblo que tiene a la Mare de Déu del Remei como patrona. El templo, del siglo XVII, encierra interés. Ese día había ajetreo. Preparaban la procesión. Entre los vecinos que esperan se encuentra Eduardo Navarro, fotógrafo de la localidad, que amablemente me ofrece indicaciones del pueblo. Él ya está preparado para recoger en su cámara cada instante y al mismo tiempo me advierte de que llega el sacerdote, que me puede indicar más datos de interés. Y me acerco hasta el párroco, Antonio Ferrando. El cura me explicó que el retablo del templo es de José Segrelles -nacido en el pueblo- como lo son otras pinturas que adornan la iglesia con referencias «a la vida de Albaida y a la Virgen del Remedio». Hay mucho más que ver en este templo. No se lo voy a desvelar. Lo puede conocer si concierta visita.
Ferrando insistió en que subiera al campanario. Lo pensé, me daba pereza. Pero la vencí. Mereció la pena. Allí se dan cita en cada celebración los miembros de la Colla de Campaners, que me contaron que si alguien está interesado se puede acercar cuando tocan o si fijan visita. Disfrutar de ese espacio, conversar con estos músicos de altura y escuchar de cerca el tañido de las campanas es compartir otra gran tradición de Albaida: en el pueblo llevan 800 años haciendo sonar los bronces a mano. Aseguran que nunca se ha interrumpido este arte.
Ese día sonaron con fuerza, ya les he dicho que era fiesta. Esa tarde, además de cantar las campanas, salían a la calle buena muestra de las tradiciones: banda de música -tienen dos-, los 'cirialots', gigantes y cabezudos, 'cavallets', danzas, 'tabal', 'dolçaina' y colgaduras en los balcones para honrar el paso de la Custodia.
Al dar la vuelta a la iglesia los pasos conducen a otra plaza, la dedicada al pintor Segrelles. Allí se encuentra su casa museo en una evocadora esquina hasta la que se accede tras atravesar la reja del jardín. Parada ineludible para cualquier visitante de Albaida interesado en conocer una completa colección de su obra. El nombre de este artista es grande y parece inundarlo todo. Jùlia Rodríguez reconoce la figura, recuerda que pronto habrá una celebración en torno a un aniversario del artista, y añade que hay más. Me da sus nombres: Ridaura, Kilis, Monjalés, Sanjuán, «activo en la actualidad y ha trabajado en las vidrieras de la Sagrada Familia de Barcelona». No puede sorprender tanto nombre. Ante el atractivo urbano de este enclave rural, como el de su entorno natural pocas sensibilidades artísticas pueden mantenerse dormidas.
Tradiciones, museos, interesante iglesia, exposición permanente de belenes, enclaves urbanos de interés -no los he citado todos-, fiestas a lo largo del año como las de moros y cristianos, entre otras, convierten a Albaida en plaza de visita a menos de 90 kilómetros de la capital. Déjese llevar por sus calles y si se decide por conocer sus museos, hay horarios, pero puede concertar visitas a través de la oficia de turismo: 96 239 01 86. Apasionante.
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