Marcos Benavent, el yonki del dinero, se ha puesto ahora el mono de faena mientras aguarda los numerosos juicios del caso Imelsa. Botas de trabajo, vaqueros algo desgastados y anchos, chaqueta azul -lleva otra prenda de abrigo bajo- y una braga al cuello. Sólo una cuidada barba y su media melena permanecen como signos reconocibles de la renovada imagen que lució tras su mediática reaparición. «A veces, cuando yo me he visto también me ha dado algo de risa. Pensarán que estoy tronat». Lo de que la vida da muchas vueltas encuentra su máxima expresión en su propio devenir. De recaudar dinero para el PP y para su propio bolsillo, de conducir coches de lujo y gestionar el reparto de comisiones en las sobremesas con manteles de tela... De todos aquello ha pasado al esfuerzo diario de trabajar en una residencia de ancianos. Ahí cumple su pena, la condena a trabajos sociales que le impuso un juez tras ser cazado a 191 km/h en la AP-7. Su vida se ha ralentizado desde entonces. Aquel estrés que proporciona el mundo de la delincuencia organizada se ha transformado en algo diferente. Esta nueva actitud vital quizá sea un disfraz con el que obtener la piedad de la opinión pública. Otros creerán en su 'limpieza' interior, una transformación de villano al héroe popular de nuestros tiempos, el corrupto confeso. «No tengo absolutamente nada que ver con el que era hace diez años. Ni tú tampoco eres el mismo que hace una semana», responde durante el reportaje.
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Son las diez y media de la mañana. Benavent almuerza en una mesa, en el patio de las instalaciones. Un descanso a mitad de jornada. El exgerente de Imelsa se acerca a la valla del centro tras oír un «¿Marcos?». Camina despacio. Un ritmo sorprendentemente lento para quien es capaz de pisar el acelerador de manera tan generosa. Pero es que ahí la vida va a otro ritmo. O quizá esté cansado. «Aquí hay curro, sí», confirma. A sus espaldas, restos de la poda de las palmeras, los restos de un tronco partido... «Estos últimos días no he podido pintar por la lluvia. Nunca me había dedicado a tareas de este tipo», reconoce. Lo habitual en condenados por delitos contra la seguridad vial es cumplir con un curso de reeducación. Un puesto, sin duda, de menor esfuerzo físico que las cuatro horas de la residencia.
Las dependencias, una sola planta y rodeada de plena naturaleza, ofrecen un marco propicio para la relajación. Apenas ha cumplido diez días de sus trabajos sociales. Tiene otras ochenta jornadas por delante. «El otro día, estuve arreglando un trastero. Y mira, -señala la puerta de entrada al centro- este cemento lo pusimos el día que querían que fuera al Congreso a hablar de la financiación del PP. Pero, ¿qué pinto yo en Madrid? ¿Para qué me querían llevar con El Bigotes? Seguro que pensarían, con estos dos tronats' ya tenemos titulares para toda la semana. Y ellos -en referencia a los diputados- cobrando por esas comisiones». Es el único momento de la charla en la que su discurso se torna crítico con la clase política ese ambiente donde precisamente él supo moverse a la perfección.
Un coche se detiene junto al angosto camino que transita junto a la residencia.
-Marcos, ¿cómo estás?
La conversación es breve. Trata del entierro de un familiar. Benavent se disculpa. Se despiden con la expresión de un mismo deseo: «Cuídate».
-«¿Sabes quién era ese?»
-No
-Un cuñado de Rus.
Sorprende la cordialidad de la charla. «Mira, yo es que no le deseo ningún mal a Rus. Entiendo y sé que lo está pasando mal para alguien acostumbrado a salir por Xàtiva». Benavent sabe que goza de cierto apoyo popular. Su confesión, lejos de la de los políticos salpicados por asuntos de corrupción, genera un impacto diferente pese a que sus delitos son idénticos. «Qué collons que tens!», asegura que le comentan los vecinos. Su actitud, siempre según sus palabras, ha sido diferente a la de El Bigotes o Ricardo Costa, más «prepotentes», y que sólo ahora, tras años de instrucción, han confesado la veracidad de las acusaciones.
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Benavent se refugió en un segundo plano desde que la presión mediática se rebajara. «A mí todo eso no me gusta. Llevo tres años sin dar una entrevista», subraya. «La gente, en su mayoría, es buena. Creo que entienden que me equivocara y pidiera perdón. Tampoco tenía otra opción que venir y contar la verdad, eh! No iba a estar huyendo toda la vida». Recuerda su periplo por Ecuador y Europa tras estallar el escándalo. «Decían que me había fugado. Pero vamos, si pagaba con mi tarjeta de crédito. Era muy fácil saber dónde estaba». Insiste en que regresó a España por voluntad propia. «Tenía el visado para La India...».
Dos trabajadores de las instalaciones se asoman por una ventana por la curiosidad que ha despertado la visita de LAS PROVINCIAS. El exgerente de Imelsa es consciente de que más pronto que tarde ingresará en prisión por los múltiples delitos que ha reconocido en la investigación judicial. Aquello -lo de la trama de corrupción- era como una droga. «Todos los días necesitaba la dosis». El dinero. De ahí que una noche, cuando trataba de buscar la mejor manera de explicar cómo había sido su relevante papel en la mayor etapa de corrupción que se recuerda, se le ocurrió rebautizarse como «el yonki del dinero». De aquella reflexión, también salió una advertencia que todavía mantiene a medio PP en vilo: «Saldrá mierda a punta pala». No ha faltado a su palabra.
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