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En el mundo existen dos tipos de organizaciones ya sean estas públicas o privadas: las que han sufrido una crisis que va a poner en ... jaque desde su reputación hasta su propia supervivencia y las que van a experimentarla en algún momento del futuro cercano. Un error humano, un fallo técnico, un accidente, un incendio, una inundación, un meteorito, una invasión alienígena… cualquier imprevisto puede comportar la explosión de una crisis que va a tensionar los procesos productivos que marcan su relación con la sociedad a la que sirven.
Esa es la razón por la que las grandes empresas, especialmente aquellas que prestan servicios considerados críticos, tienen integrados en sus procesos productivos y de comunicación. Es decir, los llamados 'procesos de gestión de crisis', que no son otra cosa que una serie de procedimientos tasados e incluso ensayados como si de una evacuación de un edificio se tratase, que pautan qué es lo que cada departamento y, en función del caso, cada persona debe hacer en el supuesto de que se desate un infierno como el del apagón de este lunes. Procesos que en las organizaciones que gestionan servicios esenciales están recogidos por escrito dentro de manuales corporativos de gestión de crisis, que tratan por un lado de minimizar la duración de la misma solucionando el desastre lo antes posible y, por otro y sobre todo, de ofrecer a los usuarios de dicho servicio información lo más inmediata posible que sirva para que tomen las medidas oportunas a fin de evitarles molestias innecesarias.
He de confesarles mi incapacidad para analizar las razones técnicas que produjeron el apagón que durante todo el lunes nos transportó mágicamente a siglo XVIII. Mi sorpresa está ante el segundo apagón, el apagón informativo de más de seis horas con el que el gobierno de España, máximo accionista de Red Eléctrica Española y por tanto responsable de su servicio, torturó a los millones de españoles que trataban de llegar a sus casas sin saber ni lo que había pasado, ni el estado de sus seres queridos, ni cuándo iba a solucionarse el desaguisado.
Un apagón informativo que duró las cinco interminables horas y media tras las que el presidente del Gobierno se dignó a aparecer (para no aportar ninguna información relevante), más propio de regímenes con escaso aprecio a la libertad, la transparencia y a la rendición de cuentas que a los de nuestro entorno democrático. Y que solo comenzó a revertirse cuando el Ejecutivo fue capaz de articular las dos narrativas que iba a utilizar para tratar de evadirse de sus responsabilidades. Para colgarle el muerto al otro. Para esquivar el marrón.
Dos relatos complementarios que debían funcionar como una bomba de humo permitiendo al Gobierno desaparecer del escenario ofreciendo en el primero un culpable (las empresas eléctricas, destacados miembros del malvado capitalismo internacional) y, en el segundo, una puerta de escape (el solidario pueblo español que, a pesar de las adversidades, supo trabajarse la frustración y la resiliencia mostrando una vez más que somos gente estupenda). Ni datos sobre las causas del caos, ni responsables de los mismos, ni métodos para que no vuelva a pasar, ni disculpas a la población afectada. Un culpable vaporoso y una puerta de salida que ofreciese imágenes festivas.
Un nuevo cambio de paradigma que ya ha tirado por tierra una de las claves en las gestiones de crisis corporativas y políticas en las que he participado. Y que se podría resumir en que, en entornos hiperpolarizados como en el que vivimos, la primera regla no es aquella de «di siempre la verdad, porque si mientes te van a pillar y ya no vas a tener una crisis, sino dos», sino, más bien, «cuélgale el muerto a otro y quítate de en medio cuanto antes». Y me temo que esto no tiene demasiada pinta de cambiar.
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