Eduardo Zaplana -don Eduardo, le decía su viejo amigo y testaferro Barceló mientras lo delataba esta semana en la Audiencia- vive, sin duda, su momento anímico más delicado. Ese estado de ánimo, confirmado con su entorno, no le impide, sin embargo, exhibir una supuesta ... entereza a prueba de corruptelas. Todavía luce impecable, regala alguna sonrisa y muestra una incomprensible tranquilidad. Una de las virtudes del 'campeón', conocido apodo del expresidente, se desarrolla en esa distancia corta. El trato, la conversación, el anecdotario. La búsqueda de complicidad. Es ahí donde despliega esa capacidad de seducción y sus presas caen irremediablemente en el saco de los amigos. Un atleta social. En su caso, sería olímpico.
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Esa habilidad le permitió mantener durante años casi una estrategia de defensa común o compartida. Les transmitió que esto no llegaría a juicio, que se anularía el procedimiento, que aguantaran. Como si fuera el portero ante el lanzamiento de una falta: «¡Manténgase quietos!» Pero nada como un escrito de acusación de la Fiscalía para avivar los temores más primarios. Fue entonces cuando la muralla Zaplana comenzó a agrietarse y quizá por el flanco más sensible: el de su amigo del alma, el simpático Joaquín Barceló. «Esto no es cuestión de sentimientos sino de hechos», atajó el exministro el pasado jueves tras escuchar el testimonio de su compañero.
Barceló describió durante tres horas que él sólo era un hombre de paja en el entramado, la cara visible de un dinero que el expresidente habría recibido de un negocio inesperado de -otra sorpresa- Juan Francisco García, jefe de gabinete del expresidente. «Firmaba lo que me ponían delante. Sin rechistar», precisó dentro de un relato llamativo por su ingenuidad. «Todo lo hacía por amistad».
No el hecho de ser esperado –Zaplana conocía desde hace semanas la existencia de conformidades– minimizó la dureza del momento. Quizá como la de aquel 22 de mayo de 2018. Un día antes, el expresidente había recibido una llamada. «Me dicen que mañana te van a detener», le anticipa un personaje conocido de la sociedad madrileña. No le creyó. Pensó que aquello era un bulo, una broma de mal gusto difundida por algún interés inconfesable. Y eso pese a que el expresidente había orbitado siempre alrededor de diferentes escándalos de corrupción. Que si los patrocinios de Julio Iglesias, que si la facturación de Terra Mítica, que si aquellas grabaciones del caso Naseiro que fueron anuladas. De la hemeroteca queda aquella frase que permite atisbar una ambición, entonces modesta, del expresidente: «Quiero un Opel Vectra 16 válvulas». Su nombre siempre se mantuvo inmerso en las conjeturas acerca de los tejemanejes instalados en la política valenciana. Pero durante 20 años permaneció en una burbuja mientras observaba la caída de otros dirigentes populares: Rafael Blasco, Serafín Castellano o Alfonso Rus.
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Lo sorprendente de aquella llamada es que la información era cierta. Unas horas más tarde, los agentes de la UCO lo detenían en su domicilio ocasional de Valencia, un exclusivo piso en la calle Pascual y Genís por el que pagaba 3.000 euros de alquiler. Era la residencia que utilizaba en Valencia mientras se trataba de su leucemia en el hospital La Fe.
Los siguientes nueve meses los pasó en prisión. Un golpe durísimo para este tipo de personas, acostumbradas a vivir en la excelencia. De los restaurantes, cruceros y relojes de lujo al reducido espacio de una celda. Francisco Grau, el asesor de Zaplana lo recordaba esta semana en la vista. «Mire, yo estuve dos meses con Barceló en la cárcel y sabemos lo que se sufre. Me dijo a principios de diciembre que no iba a volver a prisión y que haría lo que hiciera falta para no volver». El objetivo pasaba por la confesión.
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Zaplana logró entonces que parte de la opinión pública, en especial los políticos, pidieran su salida de prisión por razones médicas. Evidentemente, la cárcel no es el mejor lugar para un persona con su estado de salud. El médico que le trató se convirtió también en protagonista en aquellos meses convulsos. Una especie de agitador mediático-sanitario que irritó a los operadores jurídicos por sus formas. El fiscal y la juez -se jubiló al poco de terminar la instrucción- junto a los magistrados de la Audiencia se mantuvieron firmes pese a la atmósfera social favorable al expresidente, envuelto ya en un clamor humanitario.
La caída de Zaplana, en realidad, se ha producido en dos episodios. El primero en abandonarle fue Fernando Belhot, abogado uruguayo especialista en estructuras financieras opacas. Él era el supuesto encargado de mover parte de su patrimonio y tratar de generarle plusvalías. Una situación que, por otra parte, tampoco resultó habitual. Belhot escenificó su traición –colaboración con la Justicia, desde otro punto de vista– el día que transfirió casi siete millones de euros a la cuenta del juzgado de Valencia. Esta declaración incriminatoria le liberó de responsabilidad penal en Erial. Dentro de unas semanas declarará por videoconferencia en la vista. Pese a esto, Zaplana mantuvo la misma idea desde el minuto uno de la investigación: «No he tenido jamás dinero ni cuentas en el extranjero».
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El golpe definitivo al expresidente se fue gestando en los últimos meses. Aunque había quien ya sondeó un acuerdo hace al menos dos años. Era el caso de Juan Francisco García, jefe de gabinete de Zaplana. En su entorno siempre se barajó esa posibilidad como la mejor salida ante semejante entuerto. Un acuerdo satisfactorio que le evitara la cárcel. El pacto con García permitirá a la acusación disponer de una confesión no sólo en el delito del cohecho sino los detalles de cómo se amañaron los contratos en la Administración.
El segundo episodio que desenmascaró a Zaplana fue el relato de Barceló. Si Belhot era el testaferro 'listo', con autonomía propia y sin control directo, el amigo del expresidente era todo lo contrario, una supuesta marioneta en manos de Francisco Grau, asesor de Zaplana y que ha fiado su futuro al del exministro. Su declaración de esta pasada semana, confusa como pocas, no contribuyó a aclarar ciertas operativas. Caídos los dos testaferros, el puzle incriminatorio se completa con los Cotino, José y Vicente Cotino, el origen del dinero. Los supuestos corruptores. Su testimonio es otro de los señalados en rojo en el calendario de los próximos días.
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Los testimonios de los arrepentidos complican el futuro judicial de Zaplana. El expresidente ha planteado numerosas nulidades para tratar de tumbar la investigación. Y ese sería la vía más probable de obtener un pronunciamiento favorable. Si no en este juicio sí en segunda instancia. La defensa del exministro ha concentrado sus esfuerzos en anular el comienzo de la causa, con ese surrealista inicio de las pesquisas cuando un ciudadano sirio relacionado con el CNI encuentra en la antigua casa del exministro en Valencia unos papeles determinantes que supuestamente olvidó el político. El relato da para una película. La historia continúa con la entrega de ese material al yonki del dinero que supuestamente lo custodia y finalmente aparece en el registro del despacho profesional de su abogado en el marco del caso Imelsa. Marcos Benavent, el yonki del dinero y el comisario Villarejo están de lado del exministro.
A Zaplana parece que le ha abandonado la suerte que siempre le acompañó. Y ese factor, indispensable en la vida, le valió para abrirse camino en la selva política. Llegó a la alcaldía de Benidorm de la mano de una tránsfuga. En la presidencia del PP se instaló tras el desalojo forzoso de Pedro Agramunt, hoy afín a Camps. Dejó la Generalitat en 2002, pero en su periplo disfrutó de suficiente dinero en la caja y de la financiación de unas cajas de ahorros que terminaron hundidas también en el fango de la corrupción.
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Emprendió iniciativas faraónicas como la Ciudad de las Artes y las Ciencias -el proyecto fue del PSPV- o el parque de Terra Mítica, otro foco que terminó trufado de sospechas de cobro de comisiones después de presentarse como una brillante idea para Europa. La edad de oro de la Comunitat coincide, por casualidad o causalidad, con el mandato de Zaplana. Su ambición le llevó a Madrid, aunque siempre quiso manejar el partido desde la capital. La guerra entre zaplanistas y campistas terminó con el triunfo del segundo. Hace un par de años, los dos protagonistas de aquella batalla política se reunieron y escenificaron un clima de concordia y paz pese a la antipatía que se profesan. Ambos estaban ya salpicados por sus respectivas investigaciones judiciales. Un paso por el Palau que hundió sus vidas. Y no sabemos si, al final, consiguió el Opel Vectra.
valencia. Un repaso al expediente judicial de los expresidentes arroja un resultado poco edificante. José Luis Olivas es el primero que arrastra una condena por la falsificación de una factura para justificar el cobro de 580.000 euros procedente de una de las empresas de los Cotino. También está siendo juzgado en Erial porque el fiscal sostiene que esa cantidad constituye, en realidad, el pago de una comisión por amaños. Zaplana, en cambio, afronta su primer proceso pese a las constantes sospechas de corrupción en las que se vio salpicado en diferentes episodios, una vez abandonó ya la política. Francisco Camps, por su parte, se vio obligado a abandonar la política por su implicación en la trama Gürtel y los indicios de que había aceptado el regalo de unos trajes. Un jurado popular lo absolvió, pero no consiguió regresar al PP. Desde entonces, un reguero de causas judiciales ha ido complicando la última década de su vida. El caso Nóos, todo lo relacionado con la Fórmula 1, la visita del PP a Valencia... Todas las investigaciones se archivaron antes de que llegaran a juicio. Sólo la confesión de Ricardo Costa, el que fuera su mano derecha en el PP, forzó la reapertura de la última pieza de Gürtel para incluirle a él. Tras meses de juicio, el expresidente aguarda una sentencia. Confía en la absolución. Un fallo que le abriría de nuevo las puertas de la política tras «una persecución judicial».
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