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El primer Botànic, con Ximo Puig, Mónica Oltra y Antonio Montiel. TXEMA RODRÍGUEZ
Adiós a los movimientos simétricos del espíritu
Análisis

Adiós a los movimientos simétricos del espíritu

Visto lo visto el 23-J, el Botànic parece haber sido el producto de una circunstancia, de una avería histórica. Como un paréntesis

Jueves, 27 de julio 2023, 00:15

El PSPV de Lerma perdió la Generalitat en 1995. Un año después, el PSOE de González abandonó el Gobierno de España. En esta ocasión, el lance se ha resuelto en dos meses, pero a base de destrozar las simetrías. Ximo Puig zozobró en este mayo florido -y aflictivo- y Sánchez resucita ahora en julio, el mes de los bronceados por el sol y de los cabellos coronados por espigas, cuando los sabios de los sondeos lo daban por desaparecido. Anteriormente, cada vez que el personal acudía a las urnas autonómicas, primero, y a las nacionales, después, o al unísono, se producía una constelación armónica entre el Palau y La Moncloa. Una especie de mímesis lasciva. Como si el arte del paisaje electoral quisiera imitar a la naturaleza: a la naturaleza del paisanaje valenciano. Esta homogeneidad en las urnas nos definía mucho a los valencianos. Era como si el sufragio universal hiciera aflorar nuestra alma oculta, para pasmo, claro, de eruditos y debatientes intelectuales, que suelen pensar que su mundo coincide con el del resto o que su mundo es superior al del resto, que para el caso es lo mismo. En las citas electorales venía sucediendo, ya digo, que los cambios de color político y las pulsiones sociológicas sucedían aquí primero y luego se desplazaban allí, o viceversa. De València a Madrid o de Madrid a València. En 1982 ganó Felipe González, un año después hizo lo propio Joan Lerma. Es cierto que a veces se interrumpía la sintonía, pero había de suceder algo anómalo, brutal, desconcertante. En 2004 venció Zapatero frente a Aznar tras el atentado del 11-M mientras Camps flotaba entre una nube de mayorías absolutas en esta hamaca mediterránea. La consonancia entre València y Madrid regresó enseguida, sin embargo, como una pesada ley gravitacional. Ximo, president en 2015; Sánchez, president en 2018. (Sabemos que Rajoy salió victorioso en 2016, pero ese trance fue casi inmaterial, una especie de abstracción, dada la agonía y debilidad del gallego, que hasta el PSOE hubo de prestarle el apoyo necesario para gobernar. La tendencia de la que hablamos llegaría dos años más tarde con Sánchez, que se apresuró a cerrar el círculo inmaculado). Pues bien, esa historia casi homogénea, entre el Palau y la Moncloa, acaba de quebrarse estos días, lo cual resulta inquietante. Pierde Puig pero 'gana' Sánchez (el que gana es Feijóo, aunque nadie lo diría: la realidad lucha contra el imaginario que manufacturan las encuestas y resulta que siempre gana el imaginario, nunca la realidad). Que pierda Puig, gane Feijóo y también 'gane' Sánchez es como un misterio trino. Cosas de la estadística. Pero lleva aparejado, ese misterio, una revelación incómoda: Sánchez 'aguanta' junto a sus socios, mientras el Botànic, no. El misterio de cómo se resolverá la miscelánea de Madrid ya es un enigma para hermeneutas privilegiados.

Lo cierto es que ahora mismo, y visto lo visto el 23-J, el Botànic parece haber sido el producto de una circunstancia, de una avería histórica. Algo así como un paréntesis entre las dos décadas anteriores de PPCV y los años venideros del PPCV. No sería muy aventurado considerar que el tripartito, bajo el mando de Ximo Puig, surgió en medio de una línea de continuidad casi inexorable de los populares en esta tierra. Y por eso mismo -por esa tozudez de PPCV en alojarse en el Palau- se acentúa la percepción del carácter transitorio del Botànic, cuyo germen algunos datan en un accidente económico: en las consecuencias del reventón económico de 2008 y la fragmentación de la representación política. Al igual que la crisis de los años 70, la de los años 30 o la de finales del siglo XIX, la de 2008 fabricó nuevas formas políticas, aunque ésta fue menos virulenta debido los Estados de Bienestar surgidos de la última postguerra europea. Aún así golpeó a las sociedades de manera profunda: y las golpeó más la forma de gestionar la crisis bajo el determinismo austericida alemán. (Los movimientos espontáneos del 15-M, aquellos del arriba y el abajo, como en la serie de TV inglesa, muy amortizados tras las últimas elecciones, se materializaron entonces en un estruendo de formaciones políticas: pasó la explosión, pasó la 'nueva política', regresa el bipartidismo). De modo que, fruto o no de perturbadas economías o de fragmentaciones políticas, la cosa es que las anemias mostradas por el Botànic para ampliar la mayoría social han contribuido a contemplar cómo el Palau rodaba hasta detenerse a los pies del presidente Mazón. Sólo los muy hinchas de los historicismos y de las idealizaciones no ven que hoy las mayorías desaprueban las socialdemocracias de rasgos comunitaristas y es obvio que han olvidado que las hegemonías socialistas se formaron bajo el signo de la socialdemocracia liberal y abierta. (Aunque hoy todo es muy confuso, y lo dicho anteriormente parece razonable, aunque ya nada lo sea. Por ejemplo, el personal castiga al PP para escarmentar a Vox, y el que ha de decidir el futuro de España es un fugado definido como «antiespañol». Si Ortega levantara la cabeza y contemplara esto último, a su 'España invertebrada' se le agudizarían los «particularismos» -el caso catalán y vasco- y su Castilla -«Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho»- sonaría a humorada).

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