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Me piden que escriba un texto de apoyo para el artículo de una compañera que habla sobre infidelidades de famosos y terapia de pareja. Me ... viene a la cabeza el estribillo hipnótico del hit 'Las mujeres ya no lloran' de Shakira que reza «una loba como yo no está pa tipos como tuuuu». Una venganza fría y salvaje, un canto de guerra y la prueba de que se puede salir ganando (y mucho) si nos han sido infieles, siempre y cuando sepamos manejar la situación. Si tiro de encuestas las cifras arrojan luz sobre el tema. El 38,6% de los españoles reconoce que les han sido infieles, pero existen diferencias entre hombres y mujeres: a ellas un 42% y a ellos un 35%. Es decir, los hombres, sobre el papel engañan más. Ahora pasamos a la categoría por edades. El 36,2% de infieles tienen entre 36 y 45 años, y el 34,4% oscila entre 46 y los 55 años. Si preguntamos a los menores de 25 años el porcentaje desciende hasta el 20%. «Dales tiempo», diría una buena amiga con poca o nada de confianza en la lealtad de pareja cuando hablamos de sexo.
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Un nuevo neologismo corre como la pólvora en las redes. Cake eater (comedores de pasteles) es el término que se usa para referirse a aquellas personas que mantienen una relación monógama pero, en secreto, son infieles a sus parejas. Pero, ¿en que se diferencia un Cake eater de un infiel clásico?, se preguntarán los lectores. Por lo visto en este caso se trata de personas casadas y satisfechas con su matrimonio que tienen relaciones sexuales regulares tanto con sus parejas como con sus amantes. En sus plenos no está divorciarse, sino que lo hacen como un hobby. El secreto para ser un Cake eater es engañar con alegría dejando de lado penurias y remordimientos. Lo que no queda claro en los artículos que he leído es si, en el caso de que pillen al que engaña, su estatus de come tartas le va a librar de la bronca y el calvario. Está por ver.
Como sé que a los lectores les gusta el salseo local les compartiré una historia real acontecida hace un par de años en el restaurante de un club social ubicado en una urbanización de Valencia. Mes de julio. Viernes noche. Un grupo de matrimonios cena en el interior del restaurante pues el calor y la humedad aprietan. Tras el postre y las copas algunos de los presentes se van retirando de manera gradual alegando clases de Pilates mañaneras, partidos de futbol de los niños o arreglos en casa. Ella, la protagonista de la historia, se levanta de la mesa alrededor de las once y media, le da un beso rápido a su marido y se despide del resto. Quedan entonces cinco personas.
Sale al exterior y, en el parking, se queda charlando un rato con una vecina a la que hace tiempo que no ve. Al rato se sube en el coche y conduce hasta su casa que se encuentra a diez minutos. Aparca, se dirige hasta la puerta y es en ese momento cuando descubre que no lleva las llaves de casa encima. Sus hijos han salido. Saca el móvil del bolso para llamar a su marido, no le queda batería. Decide esperar unos minutos para ver si él llega pero, impaciente por acostarse, se sube de nuevo en el coche y vuelve al restaurante. Al llegar deja el coche en la puerta pues su intención es bajar, pedirle las llaves a su esposo y volver. Se apea con pereza y deshace el camino, camina despacio pues han apagado las luces del exterior.
El 36,2% de infieles tienen entre 36 y 45 años, y el 34,4% oscila entre 46 y los 55 años. Si preguntamos a los menores de 25 años el porcentaje desciende hasta el 20%. «Dales tiempo», diría una buena amiga con poca confianza en la lealtad de pareja.
Entonces los ve, tarda en reaccionar. El marido se besa de manera apasionada con otra amiga del grupo, casada y con hijos. Su instinto es mirar alrededor para ver quien queda de testigo. Están solos. Un camarero mayor apila las sillas en la terraza exterior. Ella (aún hoy no sabe porqué) da un grito. Los dos infieles se giran. Él se levanta y hace como que está recogiendo la mesa. Las dos mujeres se miran. Ella se gira, él la sigue, ella se detiene, lo señala con el dedo: «¡no!», grita de nuevo. Se sube al coche, conduce con la mirada fija en la carretera y las manos clavadas en el volante. Aparca. Una vez en la puerta recuerda que no lleva las llaves y se sienta en un escalón de la puerta esperando a que llegue su marido. Se avecina tormenta.
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