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Carlos Botella-Asunción no acaba de creerse demasiado aquello de los reconocimientos. Todavía ve con asombro cómo, al escribir su nombre en Internet -«todos lo hemos hecho», ríe-, la pantalla le muestra un elogio tras otro. «Parece que están hablando de otra persona». También observa con escepticismo los ránkings, como el publicado por la revista Forbes, donde no es que sea de los más ricos, pero sí está entre los mejores médicos. A los americanos lo de hacer listas les encanta. «Me enteré porque alguien me llamó para darme la enhorabuena», dice. El neurocirujano, jefe de servicio en el Hospital La Fe y uno de los europeos más reconocidos en su especialidad, puede permitirse hablar con claridad, y no siempre bien, sobre la profesión, y en sus palabras suena esa herencia estadounidense del trabajo que considera la clave de todo, incluso con sus sacrificios personales. Carlos Botella-Asunción nos atiende en su última hora de consulta en la clínica Ivema, donde se permite ver a los pacientes sin las prisas de la sanidad pública, después de llegar a él, en muchos casos, desahuciados por problemas que parecen ya irresolubles. Y reflexiona: «Más allá de Internet, lo que funciona es el boca a boca. Y es bueno que sea así. Es lo que hace que la gente venga predispuesta a que todo vaya bien. Con la confianza de que está en el sitio adecuado».
-¿Es importante la confianza?
-Sí, porque nos da media victoria. En realidad, yo creo que esto sucede en cualquier faceta de la vida, que tiene que haber una voluntad, estar deseoso de que algo ocurra.
-Está considerado uno de los mejores médicos de España.
-Es otra cosa que me llama la atención porque nunca nadie me ha preguntado (ríe).
-¿Hay humildad en sus palabras?
-Si la hay, es real, no impostada, porque yo no me considero mucho mejor que otro. Puede que en alguna cosa tenga más experiencia, pero es que cualquier actividad se va fragmentando en subespecialidades y uno acaba siendo un superespecialista. Y la vida te va llevando.
-Hay un camino y muchas encrucijadas en la vida. Primero, la de ser médico.
-Esa fue fácil aunque, a decir verdad, yo quería ser veterinario de niño porque me gustaban mucho los animales. Pero como había que irse a estudiar fuera, mi padre me dijo que eligiera una carrera que estuviera en Valencia. Me gustaban la Medicina y las Ciencias Biológicas en general, conocer cómo funciona el cuerpo humano. En realidad, me interesa lo que tiene que ver con la ciencia, la tecnología, la aeronáutica, la física cuántica… Pero al final tienes que elegir y elegir es renunciar a todo lo demás para quedarte con una cosa.
-Dentro de la medicina hay más elecciones.
-Sí, porque de hecho empecé la residencia en Neurología, pero pensé: «¿Qué hago aquí, viendo demencias y enfermedades degenerativas si yo lo que quiero es operar tumores, aneurismas…?». Yo quería ser médico para curar. La neurocirugía nos da esa oportunidad, aunque no siempre lo conseguimos. Y mucho más que cualquier premio, cuando un paciente, de corazón, te dice: «Usted ha salvado mi vida, gracias», en ese momento empiezas a elevarte hacia el cielo como si fueras Jesucristo… (ríe). A cambio, de vez en cuando me caigo al suelo para que recuerde que soy humano.
-El servicio de Neurocirugía de La Fe está muy reconocido.
-Está mal que lo diga yo, pero hay un elemento objetivo y es el número de peticiones de futuros residentes en el MIR. Las primeras plazas que se agotan son las de La Fe, La Paz y Vall d'Hebron. Aquí se opera todo, y además operamos mucho. Sin embargo, a mí me gustaría que también se diera a conocer el éxito de las operaciones, no sólo el número. Porque si entran mil en quirófano y solo han quedado bien cincuenta… En una parte de Estados Unidos el porcentaje de éxito de los cirujanos es público.
-¿Le gustaría que fuera así también en España?
-Tendría que ser obligatorio. Debería saberse si a un cirujano se le mueren muchos pacientes y a otro no se le muere ninguno. Hoy en día esa selección existe de forma soterrada y uno se informa con el boca a boca.
-Habla de Estados Unidos. El paraíso de la investigación científica.
-Es cierto. En Estados Unidos hay más medios y sobra el dinero para investigar. Para mí una publicación científica son tres fines de semana, porque a mí me cuesta dinero y lo hago en mi tiempo libre. A ellos les obligan por contrato. Allí, la publicación es la forma científica de hacerse propaganda. Aquí no existe ese estímulo. Es una decisión personal.
-¿Y por qué lo hace?
-Porque si alguien le gusta la ciencia, le gusta investigar. Si tienes en tus manos esa herramienta y no la usas, eres un desnaturalizado. Da muchísimo placer ver cuando un artículo es publicado en una revista internacional y me escriben y me felicitan. Es un premio a la dedicación, al esfuerzo, y no estamos hablando de dinero. Me invitan a conferencias; en ese momento eres quien más sabe sobre ese tema. Hay un poco de ego, seguro, pero si sirve para que avance la ciencia y mejore la calidad de vida de las personas, ¿qué más se puede pedir?
-Pero usted fue a Estados Unidos y volvió, a pesar de los medios.
-Al cabo de un tiempo de estar fuera me di cuenta de que no se está tan bien y echaba de menos la familia, el clima… Pittsburg es una ciudad muy fea, industrial, hace mucho frío. San Francisco y Nueva Orleans me gustaron más, y me podría haber quedado. Te van enredando. Eso sí, trabajan muchas horas. Allí lo normal es ir con el tanganazo de café a todas partes. Viven en el trabajo, desde primera hora de la mañana hasta última de la tarde. Aquí no somos así. Nos gustan las terracitas. Y me parece bien.
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-A pesar de no haberse quedado, ha conseguido el reconocimiento. ¿Encontró su camino?
-Yo creo que cada uno tiene un papel en la vida, y el mío era este. Podría no haberme movido de Alicante, donde estuve quince años, pero me hubiera quedado el gusanillo de cerrar el círculo, porque yo empecé en La Fe. Es el sueño de un médico joven, que entró de R1, prácticamente de chico de los recados, y regresa convertido en el jefe. Como el chaval que entra de botones en un hotel y llega a director.
-¿Ha habido un coste?
-Todo tiene su precio, y en este caso es personal. Hubo divorcio y años duros. La otra parte no comprendía que yo sólo pensara en mis intereses y tenía razón. Cuando se juntan dos personas inteligentes, creativas, buenas, las dos con capacidad para triunfar en lo suyo y una eclipsa a la otra, normalmente acaba mal. Por eso yo no soy partidario de los matrimonios que se dedican a lo mismo. Porque parece obligado que uno tenga que bajar un peldaño la escalera para que el otro suba.
-La familia es el lado personal que a veces pide un papel más importante.
-Es que yo me fui desligando de la familia, con tanta estancia en el extranjero, tanto trabajo... La otra opción es pasar por la vida sin intentar buscar tu lugar, tu papel. (Piensa) Yo creo que hay que intentarlo. Que conlleva sacrificios, sí, pero lo volvería a hacer, porque sino no sería feliz. Estaría amargado. Recuerdo a mi tía Lolita, que me decía: «Carlos, tú vete a Estados Unidos o donde sea, que yo no lo hice y me arrepentí».
-¿Lo ha entendido así?
-Al mismo tiempo también le digo que todo lo que le pasa al ser humano con respecto a lo que estamos hablando tiene una palabra, y es la ambición. Muchas veces pienso que es mejor no tenerla, conformarse con vender periódicos en un quiosco, no tener responsabilidad ninguna.
-Quizás esté en la esencia del ser humano, progresar, poner un granito de arena en que avance la sociedad.
-Y si encima tienes la suerte de tener descendencia y que sigan tus pasos... Mi hijo es neurocirujano y está en Liverpool. Lo que pasa es que es difícil volver. ¿Dónde?
-¿Le ha aconsejado?
-No puedo aconsejarle porque es una decisión muy personal. Creo que volverá y se resignará, desgraciadamente es así, a bajar un poquito el nivel a cambio de tener una vida. Ahora va a ser papá y su mujer es alicantina, así que influye. ¿Se da cuenta de que damos vueltas y vueltas y acabamos siempre en lo mismo, la terreta y la paella? Y yo creo que es bueno que sea así, tener un arraigo. Quien está fuera, a partir de los cincuenta quiere volver. Algunos lo hacen, otros no pueden.
-¿Le da miedo el futuro?
-Siempre pienso que ser médico es como ser cura o torero. Siempre lo voy a ser, aunque esté jubilado y en la playa tomando el sol. No me planteo irme a jugar al golf y olvidarme de todo, como algunos compañeros sueñan.
-¿Piensa en todo lo que no verá con los avances de la neurocirugía?
-Me da mucha rabia, pero no solo eso; también no saber cómo será el iPhone 15. Yo soy un enamorado de la tecnología, si no me hubiera dedicado a la medicina probablemente sería ingeniero, o algo así. De pequeño tenía una enciclopedia de ficción científica y me encantaba fantasear, y eso me ha acompañado a lo largo de mi vida. Para hacer algo primero hay que imaginarlo.
-Una curiosidad... ¿Hay que ser valiente para abrirle la cabeza a alguien?
-No lo sé. Un antiguo compañero decía que para ejercer de neurocirujano hay que ser mala persona (ríe). No todo el mundo sirve, se deben tomar decisiones gordas sobre la marcha y algunos se lo dejan. Creo que hay que ser una persona muy entera para no ponerse a llorar. Yo adoro operar. Para mí el quirófano es un lugar especial, como una iglesia. No me santiguo pero casi (ríe).
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