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María José Carchano
Domingo, 13 de octubre 2019, 18:36
Caballeros, damas de compañía, nobles, pero también ministros, militares, empresarios y abogados. La extensísima sucesión de aquel primer Trénor que llegó de Irlanda ha sido protagonista de los acontecimientos de la Valencia -y España- de los siglos XIX y XX. Por poner un ejemplo, Tomás Trénor Azcárraga fue ingeniero, coronel y alcalde de Valencia, y su nombre ha pasado a los anales de la historia porque fue cesado por Franco tras su enérgica protesta ante la falta de ayudas tras la riada de 1957. Aquello le costó el puesto, pero el sentido del deber le pesó más. Ese mismo talante, el de alguien a quien la palabra señor le viene como el traje a medida que viste, ha heredado Ramón Trénor. La diferencia es que tiene un perfil mucho más discreto que su abuelo y el resto de antepasados; es cierto que estamos en otra época. Marqués de Mascarell, el abogado es director de la oficina de Nueva York del despacho Garrigues, uno de los más prestigiosos de España, y su nombre ha estado en los ránkings de los mejores letrados del país.
-¿Cómo le llegó la oportunidad de ocupar la dirección de Garrigues en Nueva York?
-Fundamentalmente, con sorpresa. La dirección del despacho me propuso irme a Nueva York, a la oficina que tenemos abierta desde 1973 y que tiene una importante labor comercial centrada en Estados Unidos y Canadá. Para mí, que me llegara esta oferta cuando mi carrera profesional ya estaba muy avanzada fue un auténtico reto, salir de mi zona de confort. Y el resumen es que me lo estoy pasando muy bien.
-Si mira atrás, ¿cree que durante su trayectoria profesional ha intentado pasarlo bien?
-Como en todos los trabajos, hay momentos en que, siendo coloquial, lo mandaría todo a esparragar, pero tengo la suerte de que en más de treinta años de trabajo en este despacho he disfrutado mucho y he hecho amigos de verdad; de hecho, no cambiaría mi vida profesional por ninguna otra.
-Dicen que Nueva York es una ciudad muy dura para vivir; usted además lo ha hecho como colofón a su carrera.
-Todo el mundo nos decía que es muy duro porque es una ciudad muy impersonal, pero le digo que estos cuatro años los hemos pasado sin sentirlo, hemos tenido la suerte de encontrar buenos amigos y de adaptarnos muy bien. Es cierto que es una ciudad de contradicciones en la que conviven niveles de renta altísimos con 'homeless' en la calle. Además, es más fácil hacerse amigo de españoles y latinoamericanos, lo que le da un punto más de dureza, ya que los extranjeros rotamos y hay que despedirse y volver a empezar.
-¿Cómo se ha adaptado su mujer? ¿Tenía claro que iba a acompañarle?
-Cuando el socio director de la oficina de Valencia me comunicó que Madrid estaba pensando en que me fuera a Nueva York me recomendó que no se lo dijera a Cristina hasta que no tomara la decisión. «Porque si se lo comentas os vais mañana». Esa es la manera de acompañar de mi mujer. Está encantada, mis compañeras de despacho, norteamericanas la mayoría, dicen que ella ha estado en sitios de Nueva York que no conocen. Quizás lo peor es vivir lejos de los hijos, pero viene a menudo y estamos en contacto por Facetime y Whatsapp.
-¿Qué hábitos ha adoptado de Nueva York y qué otros echa de menos?
-Hay costumbres muy básicas, como es comer a la una y cenar a las siete u ocho de la tarde, que hay que asumir. La vida allí es diferente, mucho más acelerada, el transporte público al trabajo es mucho más largo, y hay que acostumbrarse. Además, allí se trabaja en la inmediatez, se va al grano siempre. Por otro lado, además de la familia, echo de menos la comida y, aunque pueda sonar un poco difícil de entender para algunos viviendo en Nueva York, extraño Valencia. Lo primero que hago cuando llego es salir a pasear por la ciudad.
-Por los ojos azules, el pelo, que fue seguramente claro, debe de pasar por un norteamericano más.
-Es cierto. El pelo, sí, lo tenía rubio, pero me empecé a quedar calvo en tercero de carrera, así que lo tengo asumido (ríe). Allí me preguntan por esos antepasados irlandeses que tengo, y de los que debo haber heredado mi aspecto.
-Los Trénor hunden sus raíces en Irlanda. ¿Cree que el apellido le ha abierto puertas?
-A mí me hicieron las pruebas en Andersen Madrid -luego se fusionó con Garrigues-, donde el apellido Trénor no suena tanto, así que puedo decir que entré porque me tocaba y volví a Valencia porque necesitaban profesionales aquí. ¿Trénor me ha ayudado? Yo creo que ni me ha ayudado ni me ha perjudicado.
-¿Siente orgullo por llevar un apellido tan ilustre?
-Sinceramente, estoy muy orgulloso de llamarme Trénor, que tiene una historia importante en Valencia. Su origen siempre me ha interesado, y he intentado que mis hijos hagan lo mismo. En mi opinión, el apellido nos obliga a comportarnos debidamente para preservar la tradición familiar y llevarlo con la misma honra que nuestros antepasados.
-Pero es que, además, usted tiene un título, marqués de Mascarell. En Nueva York debe de sonar un poco exótico.
-Como todo el mundo 'googlea' a todo el mundo, buenos amigos lo saben, y alguna vez lo han mencionado en plan chascarrillo. En realidad, lo llevo con orgullo, aunque sea solo por haberlo heredado de mi padre, pero no lo uso mucho ni voy publicándolo por ahí. A los norteamericanos les parece de otro mundo.
-Volvamos hacia atrás. ¿Qué recuerdos tiene de su infancia?
-Vivo encima del teatro Olimpia y en el patio de al lado crecí con mis padres y hermanas. En este mismo edificio -habla de la finca de la plaza del Ayuntamiento ocupada ahora por Garrigues- vivían mi abuela y mi tía, así que este ha sido y es mi barrio, Sant Francesc. Estudié en el colegio del Pilar, con lo cual aquella zona también me trae muy buenos recuerdos.
-Es como una religión, ser pilarista.
-Los pilaristas tenemos cierta tendencia a enorgullecernos de haber pertenecido a ese colegio. No sé si tenemos complejo con los Jesuitas, pero tendemos a pensar que somos mejores (ríe). Me acuerdo de ir andando por lo que no era todavía la avenida de Aragón, haciendo travesuras.
-¿Se considera una persona tímida?
-Sí, pero mucho más vergonzoso, sobre todo en temas personales. Hoy en día sigo siendo tímido. Mi primera charla fue ya hace unos cuantos años. Me acuerdo perfectamente. Fue en el Hotel Meliá de Alicante por un tema de impuestos. Habría unas cincuenta personas y yo era un abogado muy joven. Antes de la charla estaba comiendo con unos socios del despacho y les dije que estaba de los nervios. Y uno me contestó: «tú lo que tienes que pensar cuando subas es que todos los que están escuchándote saben muchísimo menos que tú de esto». Pero lo peor es que quien entonces era nuestro socio director, que ahora está jubilado y había comido hacía poco con él, me dijo: «no te preocupes que yo me voy a sentar a tu lado y salgo al quite si hay algún problema». Poco después le veo desde el fondo del pasillo diciéndome adiós. En ese momento me acordé que el Madrid jugaba y él es muy madridista. Así que, igual que mi hijo me recuerda las calificaciones, yo a Eduardo le recuerdo aquella charla.
-¿Le gusta mirar hacia su pasado? ¿Cambiaría muchas cosas?
-Parece que mi vida haya sido perfecta, y es verdad que siempre hay cosas que uno cambiaría, pero en términos generales seguiría la misma línea. Probablemente haya una parte importante de suerte en el trabajo, con los amigos, con la familia.
-¿Cree en la suerte?
-Creo que en una parte muy importante te la buscas, pero hay otra que no puedes medir. Porque comporta estar en el momento justo en el sitio justo.
-¿Piensa en la jubilación, una vez llegado a una edad?
-A lo mejor lo pienso por estar en Nueva York, donde me quedan dos años y medio. Tengo bastantes aficiones, y aunque mi mujer dice: «te aburrirás», creo que es una etapa más, y bien organizada puede ser interesante. Me puedo dedicar a la docencia o, por ejemplo, ayudar en una ONG.
-Ya fue docente. ¿Qué le aportó la experiencia?
-Di clase de Derecho Mercantil en la Universidad Católica y fue muy enriquecedor, porque se ha producido un cambio en el modo de pensar de las generaciones posteriores, en parte por el desarrollo tecnológico y, por otro lado, porque cuando nosotros éramos jóvenes nos obsesionábamos con incorporarnos al mercado de trabajo como fuera. Ahora tienen también otras prioridades, como la conciliación familiar.
-¿Le ha ayudado a entender a sus hijos?
-Sí, incluso he tenido a mi hijo mayor de alumno. Todavía me recuerda una calificación de una práctica, y cuando se enfada conmigo está ahí presente. Fue una situación en la que yo intenté ser lo más objetivo posible, incluso hubo quien me dijo: «de objetivo te estás pasando de duro». Y yo contestaba: «sí, pero no tenemos un nombre tan común. Todo el mundo puede relacionar a dos Ramón Trénor».
-Hablaba de incorporarse a una ONG. Usted ha sido presidente de la Fundación Fontilles.
-Es una institución algo olvidada por los valencianos que ha tratado a miles de personas con lepra, enfermedad que aún sigue existiendo, con 300.000 casos cada año; ahora el sanatorio es un centro de referencia internacional de la lepra.
-¿Qué le ha aportado personalmente?
-Darte cuenta de que tienes mucha suerte con lo que tienes, que muchas veces no tenemos derecho a quejarnos.
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