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Felipe Garín: «Lo pasé mal tras la jubilación porque ahora es cuando más cosas sé y más me gusta aprender»

Felipe Garín: «Lo pasé mal tras la jubilación porque ahora es cuando más cosas sé y más me gusta aprender»

Felipe Garín tuvo la tentación de ser fiscal, pero un acertado consejo paterno lo encaminó hacia la cultura. Su apego por el trabajo, a veces llevado al límite, confirma que no se equivocó. Recoger a los nietos en el colegio afianza uno de los pilares de su vida, la familia, al que se unen la religión y el afán por sentirse independiente

MARÍA JOSÉ CARCHANO

Miércoles, 1 de marzo 2017, 20:52

Heredó de su padre el amor por el saber, el sentido de la tolerancia y un humor inteligente que le permite salir de situaciones comprometidas. De su madre, la persistencia. Un año después de su jubilación, Felipe Garín vuelve al Museo de Bellas Artes en el que comenzó su andadura. Allí, después de más de dos décadas como director, se dirigen a él con respeto, anteponiendo el don a su nombre, porque, como dice uno de los empleados, siempre fue un señor. Este año, coincidiendo con las bodas de oro en su matrimonio, cumpliría igualmente el cincuenta aniversario de una actividad laboral que ha dejado casi a regañadientes, y que le llevó a ser catedrático de Historia del Arte, director del Museo del Prado o de la Academia Española de Roma. Estos días ha sido noticia porque acaba de donar el archivo personal de sus padres, valorada en 220.000 euros, a la Biblioteca Valenciana.

-Empecemos por el presente. ¿Qué está haciendo ahora?

-Estoy administrativamente jubilado, lo cual no impide que intelectualmente sí me sienta útil. Así que hago artículos, comisarío alguna exposición y doy conferencias. Hay una frase de Goya en un dibujo precioso que dice: «Aún aprendo». Yo aún aprendo. Sigo activo y espero continuar mientras Dios me dé capacidad.

-¿Es duro ese paso?

-Sí. He tenido la fortuna de estar ocupado desde 1967 hasta mayo de 2016, así que es evidente que eso se nota. Lo pasé relativamente mal los dos o tres meses posteriores a mi jubilación porque me sentía administrativamente amortizado, mientras que intelectualmente es ahora cuando más cosas sé y más me gusta aprender.

-¿Uno tiene miedo a la incapacidad intelectual?

-Sí (se queda callado). No lo piensas, pero sí. Creo que el hombre es capaz de ir acomodándose a las situaciones, y pienso que me adaptaría. Pero mientras esté lúcido Me regalaron mis hijos un dictáfono para que escribiera mis memorias. Porque Dios me ha dado una memoria de elefante, recuerdo todo lo que ha pasado desde que tenía tres o cuatro años de vida. Puedo acordarme de una conversación, de una cita con alguien de cosas realmente sorprendentes.

-Hábleme de su infancia.

-Hasta los diez años fui hijo único; luego nació mi hermana y eso se nota. Mi vivencia era ver a mi padre estudiando tarde y noche, escribiendo artículos y libros, preparando diapositivas... A veces le ayudaba en alguna conferencia. Así que he manejado todos los libros que he querido, y compaginaba los de Derecho con los de la historia del arte.

-¿Le hubiera gustado ser abogado?

-Tuve la tentación de ser fiscal porque combiné Derecho con Filosofía y Letras. Sin embargo, mi padre me convenció. Recuerdo que un día el marqués de Lozoya, que era amigo suyo, me dijo, poniéndome una mano en el hombro: «Como historiador del arte te deseo una vida llena de éxitos, pero nunca tendrás dinero». Acertó en lo primero y en lo segundo.

-Sucedió a su padre al frente de este museo, el de Bellas Artes.

-Es cierto, pero fue una casualidad. Aprobé la oposición y en ese sentido es verdad que al final en muchas familias se repiten las profesiones, de médicos o catedráticos. En nuestro caso fue así. Yo viví en mi casa el amor por el arte, también la docencia, y al final mi vocación siempre ha sido la de profesor. Ha sido lo que más me ha llenado, estar en contacto con gente que quiere aprender y al mismo tiempo poder enseñar lo que sabes sin egoísmos. Y he aprendido con ellos. No olvido sin embargo mis siete años como director de la Academia Española de Roma. O los tres al frente del Museo del Prado.

-Esta última etapa puede parecer desde fuera el clímax de su carrera, a pesar de la salida que tuvo.

-Lo fue sobre todo la llegada, después de tres meses sin nadie al frente del museo. Más de cuarenta jefes de Estado o sus acompañantes pasaron por ahí. La visita de la Reina Sofía era habitual en 1992. Me encantaba pasear a media luz por las salas después de cerrar, y según el humor que tuviera aquel día elegía un recorrido u otro. El arte puede emocionar, y yo me he emocionado mucho con algunas obras. Mi padre estaba muy orgulloso de ese nombramiento. Aunque ya era muy mayor, quiso ir a Madrid para estar en mi toma de posesión. Para él fue una gran impresión y durante aquel tiempo sufrió mucho para que saliera bien, porque entonces la institución era un avispero.

-¿Sintió que debía estar a la altura de su padre?

-Cuando te dedicas a lo mismo es inevitable la comparación. Intenté siempre ser yo mismo, crear mi propio espacio sin tener que renunciar a mis raíces, para poder pasar de ser el hijo de a que a él le llamaran el padre de.

-¿Cómo fue adaptándose su familia a los diferentes nombramientos?

-Cuando el ministro Solé Tura me propuso ser director del Museo del Prado le dije que le tenía que pedir tres condiciones: consultar a mi familia, no hacerme de ningún partido y jurar en vez de prometer. Con esto daba sentido a lo que eran los tres elementos clave en mi vida: respetar a la familia, ser independiente y además creyente. Ellos lo aceptaron siempre, aunque quizás los siete años en Roma fueron un sacrificio mayor si cabía.

-¿Por qué?

-La familia iba y venía porque mis hijos estudiaban entonces en la universidad, eran mayores y ya se hacía mucho más difícil que se movieran de aquí. Pero desde el punto de vista personal los años de Italia fueron los mejores. Vivir en una ciudad como Roma es un lujo, y en el fondo yo seguía con mi base en Valencia. Lo que pasa es que en aquella época tengo un vacío bibliográfico porque se me escapaban publicaciones y catálogos españoles, ya que no podía ir todas las semanas a una librería.

-¿Lo ha hecho siempre?

-Prácticamente. He donado, además de los de mi padre, más de cinco mil libros míos. Al año he generado un metro o metro y medio de librería. Mi mujer puso un límite, así que cuando tengo que meter uno saco otro que considero menos importante, y lo llevo a la casa de verano de mi mujer o a la Biblioteca Valenciana. A veces he puesto estanterías escondidas detrás de las cortinas.

-Este año celebra sus bodas de oro. Son muchos años, cincuenta.

-Soy hombre de pensamientos únicos (ríe). Me enamoré muy joven y me casé poco después de ganar la oposición. Mi mujer me ha aguantado todo lo que me ha tenido que aguantar. Hemos tenido tres hijos, ahora tres nietos, y en ese sentido estoy muy feliz. Ella es de Monserrat, donde vamos todos los veranos, un lugar al que está muy vinculada. Pero sobre todo se ha dedicado a hacer la vida fácil a los demás. Yo tengo el vicio de ser demasiado perfeccionista y engarzado en lo mío y hay veces que me paso, porque los domingos puedo estar trabajando y no lo debiera hacer, quizás por influjo de mi padre, al que yo veía siempre en su despacho, aunque fuera fin de semana.

-¿Lo aceptaba su madre?

-Pertenecía a una familia de médicos muy prestigiosa, los Llombart, y fue la compañera fiel, con una vida dedicada vocacionalmente a su marido, a quien acompañaba en el coche a la universidad. Era la que pasaba a máquina, con dos dedos, los escritos, los libros y las cartas que mi padre escribía a mano con una letra endiablada, por cierto. Ella estaba satisfecha de ayuarle en su aventura personal. Aunque luego fue catedrático de universidad, en mi casa se vivía con mucha austeridad. Era una burguesía modesta.

-¿Se hereda la austeridad?

-Soy incapaz de dejarme un plato a mitad. Cuando era pequeño no preguntaba lo que había de comer, y por supuesto había que comérselo todo. Yo siempre digo: «Ponme poco porque si el plato está lleno me lo voy a comer igual».

-Esa cultura propia de la escasez de la posguerra...

-Yo valoraba el lápiz, y lo apuraba. Lo sigo apurando ahora, y no por un sentido ideológico. He utilizado papel usado siempre. Para mí fue un problema al empezar a redactar todo en bilingüe, porque las dos partes estaban escritas y ya no podía reutilizar las hojas. Y si puedo coger el autobús, lo prefiero al taxi. No es un mérito, sino una forma de ser. Tampoco busco respetar el medio ambiente, aunque ahora viene bien, por supuesto. Y con mis nietos lo hago también.

-¿Qué ha significado para usted ser abuelo?

-Es un auténtico lujo, uno de los motivos por los que en la edad madura uno se puede sentir más satisfecho. El mayor de mis nietos se llama Felipe, y ya tiene quince años. Recuerdo que un día en que estaba con la Reina Sofía le dije: «Señora, yo en mi casa también tengo un Felipe VI». Se reía. Los recojo del colegio a veces y paso tiempo con ellos. Creo que ven en sus abuelos una referencia a la persona mayor, que tiene más tiempo que sus padres para hacer cosas y eso produce una relación muy íntima entre nosotros.

-Ostenta ahora cargos relevantes como emérito y honorario, en la universidad, en museos ¿Se siente reconocido?

-Doy gracias a Dios porque he podido ejercer cargos importantes, y no lo digo por falsa modestia, seguramente mucho más de lo que merecía. Y he sido reconocido sin buscarlo. Sería falso decir que no me siento satisfecho, pero lo más importante es que nunca he tenido problemas de conciencia, porque de ser así me habría marchado, como cualquier persona honrada, supongo.

-¿Cómo va a celebrar sus bodas de oro?

-Con una misa y una comida de familia. No me hace falta más.

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