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Gómez-Ferrer, reconocido cirujano y mentor de varias generaciones. Juanjo Monzó
Fernando Gómez-Ferrer: «Me fui casado a América porque sabía que si no, no volvía a España»

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Casi veinte años después de su jubilación, todavía hay pacientes que le piden que haga una excepción y les opere. «A veces me despierto soñando que estoy en quirófano». Asegura que ha sido siempre un luchador y que le entristeció acabar la mejor etapa de su vida

MARÍA JOSÉ CARCHANO

Domingo, 4 de agosto 2019, 19:15

Una familia puede marcar un destino. Definir un futuro como si fuera un tatuaje esculpido para el resto de una vida. A Fernando Gómez-Ferrer le ocurrió. Con 88 años, ya consciente de que está en el ocaso de su vida, reconoce que la sombra de su tío abuelo, el pediatra Ramón Gómez-Ferrer, planeó en cada decisión. «Lo tuve como ideal». En la de convertirse en médico y, sobre todo, en la de luchar por ser catedrático de Cirugía en la Facultad de Medicina de Valencia. En un edificio muy cerca de la Porta de la Mar todavía está grabado su nombre en la puerta del ascensor que lleva a su casa y a su antigua consulta, donde ahora los títulos y menciones que ha acumulado a lo largo de décadas comparten pared con los logros de dos de sus hijos: el odontólogo y el empresario que se dedica al negocio del aceite de oliva. No consiguió que ellos tomaran el camino de la cirugía que aprendió de su propio padre; él sí lo hizo con una vocación clara y, todavía hoy, con un pulso impecable, podría coger de nuevo el bisturí como hizo miles de veces, y volver a repetir, por ejemplo, aquella operación que enseñó en un hospital de Bruselas con una técnica que lleva su nombre.

-¿Qué ve cuando mira atrás?

-Siento mucha tristeza porque se acabó la mejor etapa de mi vida, que fue el contacto con los alumnos y los enfermos. Para mí el quirófano ha sido el lugar más maravilloso del mundo, y recuerdo como si fuera ayer el día que hice mi primera operación. Es más, a veces me despierto soñando que estoy en el quirófano. Me siento orgulloso por haber sanado a tantos pacientes, por haber diseñado algún instrumento quirúrgico y alguna técnica nueva, y quizás lamento no haber investigado más y que mis publicaciones no pasen del centenar.

Fernando Gómez-Ferrer lleva escritas sus reflexiones, a pesar de que conserva una memoria que le lleva a recordar fechas y acontecimientos con una precisión milimétrica. Quizás por ello le duela no recordar a muchas de las personas que todavía hoy le paran por la calle para agradecerle lo que hizo por ellos. «No sabe la cantidad de gente que llama para preguntar si puedo hacer una excepción y operarles».

-¿Hasta qué punto la cirugía ha resultado determinante en su vida?

-Desde luego, ha sido el objetivo principal que me marqué desde que comencé mis estudios. Para mí el contacto con el paciente ha sido prioritario. Todavía recuerdo cómo en una ocasión un enfermo terminal me dijo: «Don Fernando, yo con usted me muero contento».

-Porque usted tenía clara su vocación.

-Mi apellido me influyó mucho en la decisión de ser médico, no sólo por mi tío abuelo, Ramón Gómez-Ferrer, también mi abuelo Aniano fue pediatra y mi padre cirujano. Al mismo tiempo, tenía una responsabilidad: sabía que debía alcanzar un alto nivel.

«En Alemania me ofrecieron quedarme al haber pocos médicos tras la II Guerra Mundial»

-¿Su padre le vio alcanzar ese nivel? ¿Estaba orgulloso?

-Muchísimo. Ocupé su sillón en la Real Academia de Medicina, pero no me vio convertirme en catedrático. Lo que sí sufrió fue lo que me costó conseguirlo por las trabas que me pusieron en la vida universitaria. No conseguí ser catedrático hasta 1986.

-Dicen que los cirujanos tienen una profesión donde hay que tenerlo todo bajo control.

-Le voy a decir una cosa. Yo en el quirófano no he sudado nunca. Ni ahora tampoco, creo que he dominado siempre la situación, no he sentido que las circunstancias me dominaran a mí.

Fernando Gómez-Ferrer, sentado en una de las butacas de su despacho, lleno de libros, sobre todo de medicina. J. Monzó

-¿Siempre ha estado seguro de lo que tenía que hacer en cada momento?

-Hay veces que hay que cambiar, que empiezas por un lado y te cambia el viento. Pero no he dudado porque he tenido bastante seguridad en mí mismo, y eso me lo han dado los libros, los estudios, los maestros y las experiencias, como la que tuve en Alemania, en el último hospital que construyó Hitler. Tenía entonces veinticuatro años, había un ala entera de quirófanos, cada uno con una especialidad. Me ofrecieron quedarme, había muy pocos médicos, después de los estragos que causó la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, pero yo tenía claro que me quería volver a Valencia.

-¿Por qué?

-Sobre todo, porque quería enseñar aquí lo que había aprendido fuera. Pero me ocurrió también en Estados Unidos. No me quise ir a América soltero porque sabía que me hubiera quedado, que me hubiera casado allí. ¿Lo ve? Este despacho lo elegí porque desde aquí puedo ver el mar. Porque yo si no veo el mar me muero.

-¿Su esposa aceptó irse recién casada?

-Qué valiente fue mi mujer. La beca de Chicago me la comunicaron durante el viaje de novios, recuerdo que estábamos viendo el Atomium en Bruselas, y nos teníamos que incorporar enseguida. Ella era la nena de su familia y se portaron todos muy bien, hicimos las maletas, entre ellas una llena de libros, y nos fuimos en barco. Sabía que el viaje de vuelta iba a ser en avión, y que seríamos uno más porque, efectivamente, mi primer hijo nació allí. La pobre se pasó un año en Chicago lidiando con la soledad, el frío, la nieve, con muy poquito dinero, madre primeriza...

«La ayuda, el sacrificio, la abnegación de mi esposa en estos años han sido enormes»

-¿Cuánto ha influido su familia en cada decisión que ha tomado?

-La ayuda, el sacrificio, la abnegación de mi esposa han sido enormes. Mis hijos me han entendido, también, y al final yo creo que se trabaja para fundar y mantener una familia; la compañía y el amor que se recibe producen la mayor felicidad en la jubilación. Y ahora estoy disfrutando.

-¿Ha sentido el respeto de sus compañeros?

-Sí, pero en esta vida todos vamos con una actitud un poco defensiva, de querer demostrar que somos los mejores.

-Usted, que ha sido docente y ha formado a tantos cirujanos, ¿ha visto el talento?

-He visto a quien tenía 'el tacto', el 'touch' en inglés, pero también me he visto obligado a decirle a algún alumno que buscara otra especialidad, que no hacía falta ser cirujano para triunfar. Es muy duro cortarle a alguien las alas, pero lo creo necesario a veces.

-¿Les ha dejado huella a quienes pasaron por sus aulas?

-Siempre he defendido la denostada clase magistral, esa en la que se transmiten no sólo conocimientos, sino también el amor y comprensión por el enfermo. Porque el alumno tiene que aprender que nuestro objetivo final es curar algunas veces, aliviar si no se puede y consolar siempre.

-Pero ninguno de sus hijos quiso ser cirujano. ¿Le duele?

-Mi hijo mayor estudió Medicina, quería ser cirujano como yo y se metió en el servicio del Clínico, pero enseguida se dio cuenta de que los cargos estaban taponados, y sin que yo me enterara estudió Odontología. Ahora es un figura, da conferencias por toda España. Además, tengo un sobrino que es urólogo en el IVO. Pero más allá de la profesión, en esta familia a todos Dios nos ha dado la vena por trabajar, que yo creo que es una raza que se da de vez en cuando.

-¿Y si le pidiera que se definiera?

-Creo que durante toda mi vida he sido un luchador. Una vez dije que había sido como un caballo de batalla, sobre todo desde que terminé el Bachillerato, con el objetivo siempre de honrar mi apellido y llegar a ser buen médico. Desde muy joven me instaron, en ese sentido, a que hiciera fructificar los talentos que se me habían dado. Creo que soy el último de los pocos cirujanos generales que han quedado.

«Actualmente soy el más viejo de la Real Academia de Medicina»

-¿Le resultó difícil pasar a la jubilación?

-Para mí fue sencillísimo, me lo enseñó mi padre, aunque a él le dieran la medalla al mérito del trabajo y a mí una carta en la que venía a decir: «gracias por los servicios prestados, adiós muy buenas». Una forma de decir: «usted ya no sirve». Lo único que me permitieron fue acabar el curso, así que terminé con 71 años, y a partir de ahí corté por lo sano. Y ya no operé más.

-¿Qué hace ahora, en un día normal?

-Hago de médico de cabecera porque tengo familia numerosa, cinco hijos y ocho nietos. Además, mis aficiones principales son la naturaleza y la música. Somos socios del Palau de la Música y el Palau de les Arts, disfruto mucho, y puedo decirle que ha habido momentos tan emocionantes en ese sentido como cuando oí tocar a Rubinstein y a Iturbi. Vida social hacemos muy poquita, deporte ya no puedo por los achaques; pero he jugado al golf, he cazado...

-He visto que en su librería hay tratados sobre agricultura. ¿Le ha interesado?

-Heredé un huerto de mi padre, mi mujer también, en Albacete. Hicimos un pozo, convertimos los campos en una zona de regadío y ha sido una buena forma de mantenernos activos.

-¿Siente que ha vivido la vida?

-Enormemente. Conozco los cinco continentes, he estado en ciento cincuenta países. He ido a una ópera en Sydney, he oído cantar a Montserrat Caballé en sus inicios, he visto a los All Blacks en Nueva Zelanda, he viajado al Cabo Norte, al de Nueva Esperanza, a la Patagonia. Eso sí, siempre con mi mujer. Nunca he estado parado, he tenido cosas que hacer a cada momento. Ahora también, aunque cada vez más me dedico a despedir a compañeros... Acabamos de enterrar a otro. De ochenta que éramos en mi curso en el colegio quedamos solo seis.

«Ahora hago de médico de cabecera en mi familia numerosa»

-¿Qué sentimiento le produce esta situación?

-Mucho dolor de alma. Veo que me queda muy poquito tiempo de vida, pero no tengo miedo ninguno porque donde está la muerte ya no estás tú. Soy el más viejo de la Real Academia de Medicina, así que soy el siguiente para morirme.

-Se lo toma con humor.

-Qué vamos a hacer. Ahora ya voy a muchos más a entierros que bodas.

-Ha dicho que sufre achaques.

-Vivo conectado a un marcapasos desde hace veintitantos años. Yo mismo pedí que me lo pusieran, sabía lo que me pasaba a la perfección: entré en el Clínico con dieciocho pulsaciones por minuto. Pero sobreviví y aquí estoy.

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