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Maria José Carchano
Valencia
Lunes, 2 de julio 2018, 00:13
Su despacho: un ajedrez en un rincón, un excepcional dibujo de un caballero hecho a puntitos de rotring de su época de adolescente en la pared, una taza que le regalaron alumnos oyentes sobre la mesa. Y su ordenador portátil. El que se lleva a su casa para seguir. Josep Silva da clases en la Escuela Técnica Superior de Ingeniería Informática de la Universidad Politécnica de Valencia y acaba de recibir el premio a la excelencia docente. El mejor entre más de tres mil profesores. Un mérito del que se quita importancia con una sonrisa en la cara y unos ojos que desprenden confianza, amabilidad. Tan lejos está de ese profesor que quiere ser autoridad y exige respeto en una sola dirección. Porque sus alumnos le adoran, y por eso le han puntuado con una nota media cercana al diez.
-¿Cuál es el secreto para conseguir que los alumnos tengan esa opinión de usted?
-El secreto, no para dar clase sino para hacer algo brillante en la vida, es amar lo que haces. La suerte es que yo tengo vocación. Ver que puedes ayudar a otras personas, que aprenden, es lo más satisfactorio. Y para conseguirlo, lo primero es no olvidar que has sido alumno, y acordarte de aquellos profesores que te imponían, a los que tenías miedo de preguntar. Por eso nunca estoy en la tarima. Además, creo que es un error dar la misma clase para setenta personas, porque hay algunas que han llegado justitas y otras van sobradas, así que los primeros días ya intento averiguar quién es quién. Trato de personalizar mis clases al máximo.
-¿Qué llegó antes, la vocación por la informática o por la docencia?
-A los ocho años mi padre me compró un ordenador que se llamaba Orik Atmos. Ni siquiera tenía memoria para guardar lo que hacía y sólo se podían hacer operaciones matemáticas o componer música. Dediqué un montón de horas a aquel aparato y ese fue el inicio de mi amor por la informática.
-¿Cuándo llegó la docencia?
-En tercero de carrera comencé a salir con Vanessa, mi mujer, y ella fue mi inspiración para convertirme en profesor. Mis notas cambiaron brutalmente. Al terminar la carrera, Accenture me seleccionó entre miles de alumnos. Me ofreció un súper contrato y tuve que elegir entre eso o estudiar el doctorado. Ya tenía clara mi decisión.
-¿Cree que su mujer le hizo madurar?
-En la vida el motor es la motivación. Por eso intento, como profesor, que mis alumnos busquen la suya, porque el buen docente no es el que mejor sabe enseñar matemáticas, sino el que enseña a aprender matemáticas. La mía fue Vanessa, que hizo que quisiera ser mejor. Me cambió como persona.
-Desde hace cinco años es padre. ¿Otro punto de inflexión?
-Si digo que mi motor siempre ha sido mi mujer, ahora mismo tengo dos motorcitos más. Para no quitarles tiempo a ellas cojo el ordenador por las noches, e incluso investigar, que para mí siempre ha sido apasionante, es una faceta que está eclipsada ahora por ellas, porque ese tiempo se lo podría estar dedicando. En ese sentido tengo un conflicto real: he llegado a sentir remordimientos por trabajar.
-Absorbido por la vorágine del trabajo, ¿no le cuesta a veces bajar a la edad mental de un niño de tres años?
-Al principio, cuando jugaba con mi hija mayor, estaba deseando que llegara el momento de poder razonar con ella. Al nacer mi segunda hija me di cuenta de que el tiempo había pasado volando. Ahora he corregido eso. Estoy aprovechando al máximo porque sé que me quedan treinta, cincuenta veces más de jugar con ella a una cosa. Y se acaba para siempre. Ahora lo tengo claro, me suplican que me siente en el suelo con ellas y no creo que cuando sean capaces de razonar me lo pidan de la misma forma. Ojalá sí.
-Juega con sus hijas, gana premios en su trabajo… ¿Qué está sacrificando?
-El tiempo es limitado, y cada vez que lo dedico a algo, aunque sea a algo bueno, soy consciente de que estoy perdiéndome otra cosa. Ahora mismo le quito horas al sueño y duermo una media de cinco horas desde Navidad. Me he hecho una tabla excel para medirlo y todo.
-Me han chivado que es despistado.
-Despistadísimo. He bajado más de una vez al garaje con zapatillas de ir por casa y cuando piso el acelerador me doy cuenta. Una vez no me acordé de mi cumpleaños y hasta que no me felicitaron dos veces no caí. Hubo una época en la que conocía al cerrajero por las veces que le había llamado para que me abriera la casa. Pero me he adaptado a la situación, he dejado de buscar las cosas cuando las pierdo. Ya aparecerán.
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