ELENA MELÉNDEZ
Lunes, 29 de julio 2019, 20:06
Para José Cosme los primeros veranos de los que guarda recuerdo tienen aroma a jazmín, las delicadas flores blancas que Isabel, su abuela materna, unía en un imperdible formando moñas, pequeños broches que se prendían a la ropa y que liberaban el aroma que el artista, teólogo y catedrático asocia a esos veraneos en el sur.
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Cada mes de julio se trasladaba junto a su familia hasta Valenzuela, el pueblo cordobés de su madre, Presen Rodríguez, donde, año tras año, se reunían con sus abuelos, tíos y primos. «Los primeros veranos que recuerdo están mezclados entre Valenzuela y el Marbella de finales de los 60, que ya estaba muy de moda pero todavía conservaba su esencia de pueblo marítimo. En Marbella teníamos una casita que daba al mar, íbamos a los clubs de playa, eran semanas de mucha familia y mucha playa», recuerda José.
Valenzuela era entonces un pueblo todo empedrado donde los aguadores iban a dejar el agua en casa, un mundo diferente para José en el que se relacionaba con gente mucho más mayor, como los amigos de su hermana Maribel, que tiene seis años más que él, o los vecinos de la familia. «Pasaba mucho tiempo mezclado con amigos de mis padres, hablando en las puertas de las casas. Por las noches nos sentábamos a conversar y a mirar las estrellas». Muchas de las mañanas José despertaba escuchando cantar flamenco a su abuelo o con temas de los Cantores de Híspalis que sonaban en la radio. A mediodía comían salmorejo y flamenquines y a media tarde salían a tomar un helado. Algunos días iban a pasear entre los olivos o realizaban excursiones al santuario de la Virgen de la Cabeza. Durante la ruta hacían una parada para bañarse en el río Jándula, donde aprovechaban para refrescarse.
Cada verano había una feria en el pueblo donde se bailaban sevillanas. «Mis primas me enseñaron a bailar, se hacían unas pandillas de amigos enormes. Mis padres siempre nos llevaban con ellos, nos hicimos niños muy sociales y aprendimos a comportarnos desde pequeños». Para José, el mero hecho de salir de Valencia en verano e ir a visitar otros lugares era apasionante, pues aunque los desplazamientos tenían lugar dentro de España, era como si se fueran lejísimos dado el número de horas que tardaban en recorrer el trayecto.
Algunas veces iban en el Seat 600 de su madre y aún no entiende cómo conseguían meterse sus padres, su hermana, su tío y él junto con las maletas en ese automóvil diminuto. «El viaje era maravilloso, sin aire acondicionado y con un montón de descansos. Sabíamos dónde parar para comer el jamón y el queso que nos gustaba. Antes de la llegada incluso nos deteníamos a peinarnos y ponernos un traje bonito; llegar aseado se convertía en ritual».Esos veranos le dejaron mucha alegría y amor, la sensación de que la familia se hace grande con los amigos, el saber cuidar los unos de los otros, y disfrutar de cada momento, «Se vivía a otro ritmo. Cuando te haces mayor se vuelve todo más frenético, es casi como sobrevivir a las vacaciones».
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