Una madre hablaba de las bondades de las clases de informática avanzada y del máster para pequeños emprendedores al que lleva a su hija de once hasta que otra le pregunta a la niña qué quiere ser de mayor: «peluquera», contesta
Yo me pasé un año llevando a mi hijo de dos años a clases de estimulación musical, tocando la pandereta y el triángulo, bailando en círculos integrada en una suerte de conga compuesta por otros padres tan avergonzados como yo. Fui a varios conciertos del Palau de la Música cuando mis pequeños aún iban a carrito con el fin de adentrarles en el mundo de las artes para comprobar, a los quince minutos de empezar, como se quedaban plácidamente dormidos. Les apunté a la versión inglesa del comedor del cole, bastante más cara que la normal y, al acabar el curso, al preguntarle a uno de ellos como se decía en inglés «tenedor», él respondió orgulloso y sonriente «forqueta».
Me dejé llevar por esa prisa que nos meten a los padres en el cuerpo para que nuestros hijos sepan hacer el mayor número de cosas lo antes posible, porque sino se van a quedar atrás en la carrera por el éxito. Les puse 'Baby Einstein' cuando aún no sostenían la cabeza, les apunté a predeporte a los tres años donde se pasaban más de media clase tumbados en la lona con un calcetín en la mano, y les llevé al Bioparc cuando les causaba la misma emoción la visión de un elefante que el centrifugado de la lavadora. Me agobié cuando una madre contaba en algún café tras las clases que a su Víctor lo había ido a ver un ojeador del Valencia con seis años, o cuando otra llamaba a Carla y le hacía contar en chino en segundo de infantil. Pasaron los años y fui relativizando y bajando la presión, evitando impacientarme cuando en un corrillo a la salida del cole comentaban que es imprescindible que todos los niños sepan programar antes de los diez porque cuando tengan que buscar trabajo será igual de clave que hablar tres idiomas, o al escuchar a un padre contar que había apuntado a su hijo de segundo de Bachillerato a un preparador para que estudie en paralelo la carrera de Derecho y Notarías. «Así es mucho más sencillo y rápido. Puede ser notario con veinticuatro años», aseguró y el resto nos miramos con cachondeo.
Me sorprende cuando alguna persona le pregunta a mi hijo de diez años qué quiere ser de mayor para comentar a continuación que, como saca buenas notas, debería optar por Medicina o Arquitectura. Él suele contestar de manera educada que no lo sabe, aunque en casa sí que ha comentado que le gustaría ser actor de Hollywod, pintor o fotógrafo. El mayor, por su parte, pasó una temporada queriendo ser cocinero, pero ahora lleva un tiempo diciendo que lo suyo es el diseño de modas.
Me viene a la cabeza el recuerdo del día que una madre estaba describiendo las bondades de la educación trilingüe del colegio al que lleva a su hija de once, de las clases de informática avanzada y del máster para pequeños emprendedores, que incluye formación en oratoria, al que la iba a inscribir en verano porque veía en ella madera de líder. A otra de las mujeres sentada a la mesa se le ocurrió preguntar al pequeño portento que iba a ser de mayor, a lo que la niña contestó convencida: «peluquera». La madre la reprendió con sonrisa tensa, «¿pero qué dices Clau?» y luego se excusó, «es que ha estado este finde con las primas que son un trasto». «Bien por Clau», me dije, deseando que de verdad, pese a las aspiraciones de su madre, encuentre aquello que de verdad le apasione. Porque, ¿no sería mejor relajar nuestras expectativas y dejar a nuestros niños que se descubran ajenos a nuestras ansiedades?
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