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MARÍA JOSÉ CARCHANO
Viernes, 26 de mayo 2017, 19:47
Entre el tumulto de turistas con auriculares que llenan las capillas de un ruidoso murmullo emerge Jaime Sancho, responsable de patrimonio de la Catedral de Valencia, catedrático emérito de la Facultad de Teología y una de las figuras más importantes de la diócesis desde hace varias décadas. Destaca no sólo por su negra vestimenta y el níveo alzacuellos, también por ese halo de autoridad de quien está acostumbrado a mandar y a moverse por el más antiguo edificio de la ciudad como quien pasea por el salón de su casa, pese a que la edad no perdona; a los 75 años la salud ya ha dado algún susto a su físico, mientras la mente se conserva intacta. En las distancias cortas surge esa ironía tan valenciana y se confiesa fan de los Simpson, de Mortadelo y Filemón o de Tintín.
-¿Llega un momento en el que uno mira atrás para hacer balance de su vida?
-Justamente estos días cumplo cincuenta años desde que fui ordenado sacerdote y he dedicado bastante tiempo a mirar hacia atrás, a ver qué ideales tenía entonces, si se han realizado y sobre todo por qué caminos que yo no pensaba me ha llevado Dios. Es que me ordené en el 67 y viví la época de mayo del 68 francés, la reforma y los años tras el Concilio Vaticano II, la transición política en España Y los ideales están igual de vivos.
-¿Cuáles eran en su caso?
-Todos queríamos una sociedad más libre, más abierta. En el seminario tuvimos una educación muy europea, aprendimos idiomas, salíamos del país y queríamos ver también en España lo que veíamos fuera, además de un ideal de pobreza.
-¿Oficiar la primera misa era un sueño?
-Sí. Con tres años cuando alguien me preguntaba qué quería ser de mayor yo contestaba que sacerdote. Y eso que tuve también mis veleidades, porque iba para médico como mi padre, e incluso disponía de una bata con mi nombre bordado.
-¿Fue para la familia una alegría o una decepción?
-Una alegría a pesar de que había quien depositó muchas esperanzas en mí en el terreno de la medicina. Era buen estudiante y además de una familia muy competitiva, así que incluso como sacerdote me pusieron una serie de retos. Por ejemplo, cuando llegué a mi primer pueblo, Villargordo del Cabriel, la casa abadía estaba ruinosa y mi padre, al ver aquel montón de piedras, me dijo: «Tienes un año para hacerla».
-Y la hizo.
-Sí, claro. Todavía está allí. Y otras cosas. Cuando me ordenó el entonces obispo, González Moralejo, me dijo que mi primera misión tenía que ser en un pueblo, para luego seguir estudiando. Y los tres años en Villargordo fueron sensacionales. En mi memoria ocupan más espacio que otros sitios donde he permanecido más tiempo. En aquel momento la gente estaba prisionera en los pueblos y todas las actividades giraban en torno a la parroquia. Incluso ganamos el premio provincial de interpretación artística de teatro. Allí todavía me recuerdan de una forma algo mítica.
-Ha sido usted una persona muy inquieta.
-Le hablaba de esa competitividad en la que nos criamos. De jóvenes éramos muy aficionados al campo, teníamos una casa en Viver y también en la Valldigna. Practicábamos la caza, la pesca, y si había una montaña teníamos que subir a la cima, estar en el sitio más arriesgado, superar a la generación anterior. Fue una educación muy exigente.
-¿Ha conservado esas aficiones?
-Sí, y lamento no poder ir más al campo. Sólo voy uno o dos días al año a pescar al mar. A mis sobrinos nietos les he enseñado a enganchar el gusano en la caña, soy el tío del que aprenden ese tipo de cosas. Me gusta además reunirme con los amigos, y tanto yo como mis dos hermanos sabemos guisar y lo hacemos cuando podemos. Bueno, de joven tuve otra afición que abandoné, la pintura.
-¿Por qué?
-Mi madre lo hacía muy bien, y a los 16 años ya había realizado pequeñas obras, paisajes, barquitos, y no estaban mal. Fue entonces cuando me abrí a la pintura contemporánea. Tuvimos un profesor el primer año de seminario que se llamaba Alfonso Roig y nos explicaba Picasso, Matisse o Kandinski. Ahí me di cuenta de que para pintar como lo hacían aquellos genios debía dedicarme en exclusiva y yo tenía otras metas.
-Es usted catedrático emérito pero todavía mantiene una actividad intensa en la catedral. ¿Piensa en el retiro?
-La vida misma te va retirando. Te das cuenta de que al llegar a cierta edad ya no puedes hacer proyectos a largo plazo, que tienes que vivir el día a día y dejar algunas cuestiones a personas más jóvenes. Pero como sacerdote no te jubilas nunca. Recuerdo un compañero al que traían, ya muy viejecito, en silla de ruedas, y confesó hasta unos días antes de morir.
-¿Le gustaría?
-Claro.
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