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RAMÓN PALOMAR
Valencia
Miércoles, 7 de febrero 2018
Por desgracia nunca reflexionamos acerca de los beneficios que nos podría reportar una poderosa, musculada, industria cultural. Beneficios no sólo morales, en tanto y en cuanto mejoraría, quiero creer, nuestro espíritu, nuestra tolerancia, nuestra comprensión acerca del prójimo y de sus manías, sino también nada desdeñables beneficios económicos. La industria cultural yanqui, o sea el arte, las letras, el teatro y el cine, embolsa al año unos 700.000 millones de dólares. Una barbaridad. Nosotros nunca aspiraríamos a esas cifras, pero nuestra tendencia nos lleva a despreciar el lado, digamos, industrial de nuestra cultura. En Francia, por ceñirnos a Europa, esto lo tienen claro y también repelan suculentas cifras a costa de su cultura. ¿Aprenderemos por aquí el enorme valor que mana de la cultura? Espero que sí, y soy optimista. Incluso me huele que estamos en el camino correcto. Vamos despacio, pero al menos vamos, que ya es.
Cayó la Mostra de Cine, el ‘gran’ festival del celuloide vinculado a nuestra ciudad durante un par de décadas, pero al menos afloraron varios festivales que, sin prisa pero sin pausa, encuentran su hueco, crecen y se reproducen, con lo cual menguó nuestra sensación de orfandad. Uno de esos festivales se llama ‘La Cabina’ y lo dirige desde el año pasado la valenciana con raíces en Simat de la Valldigna Sara Mansanet.
Sara estudió primaria entre el colegio Teodoro Llorente y Escolapias, secundaria en el Instituto de Abastos y la carrera de Historia del Arte en nuestra universidad pública. Y allí, entre aquellas paredes, se apuntaba a todas las asignaturas optativas relacionadas con el cine. Tuvo de profesoras a mujeres de la talla de Pilar Pedraza o de Áurea Ortiz, lo cual le fertilizó en mayor medida su pasión hacia el cine, hacia sus orígenes, hacia ese lenguaje audiovisual y su textura narrativa. ¿Pero sintió la atracción hacia la pantalla a esas edades mozas de Erasmus en ciernes? En absoluto, por eso debemos homenajear/recuperar la figura de su abuelo. Ah, esos abuelos locos por el cine que supieron transmitir el ardor a los nietos... Su abuelo desde luego militaba en ese bando y, detalle tan sublime como inolvidable, fue la persona que llegó un día al hogar de Sara Mansanet cargando con un reproductor de vídeo VHS. «Lo de tener el reproductor en casa fue un descubrimiento, para mí, como la rueda», comenta Sara. El cine en casa, menuda bicoca. Sara pertenece pues a esa generación de cinéfilos que descubrieron los clásicos y las frikadas gracias al vídeo y a la cantidad de horas que muchos disfrutamos pasmados ante ese invento. Por fin encontramos la posibilidad de tragar películas sin mesura que antes no podíamos contemplar porque yacían en el baúl de los recuerdos.
Por si fuera poco, debemos aplaudir el buen gusto del abuelo de Sara. Como entre ella y sus hermanos formaban una chiquillería propensa al alboroto, su abuelo les enchufaba las obras completas de los Hermanos Marx y así se lograba el consenso. Sara educó, pues, su paladar con los genios del blanco y negro. Y como ya intuyen, la primera vez que observó una pantalla grande fue de la mano de su abuelo, cuando contaba cinco o seis años. ‘La cenicienta’, vieron. Eso es un abuelo apechugando con la nieta de sus ojos...
Finalizada la carrera trabajó en la Biblioteca Jove y allí empezó a desentrañar los misterios de la gestión cultural. Dio un paso al frente y se apuntó a un máster de esa materia en el Politécnico y allí conoció a Rafa Maluenda, a la sazón director de Cinema Jove. Tentada por ese mundillo de las gestiones culturales mandó un currículum y se curtió haciendo prácticas en ese festival. Prosperó. Se consolidó. Más tarde, gracias a Raúl Salazar y cuando estaba de director Carlos Madrid, saltó al festival ‘La Cabina’ y, desde hace unos meses, como hemos comentado, es la directora.
Especializados en el formato del mediometraje, del año pasado destaca la presencia de Kazuya Murayama, el vencedor de la edición, y de los directores y productores de Tokyo Projet. También visitaron Valencia participantes de EE UU, Francia, Chile, Marruecos, Polonia, Italia, Portugal, Inglaterra o Finlandia. Pero no crean que todo rezuma glamur audiovisual en esto de la gestión cultural. Sara efectúa notable arte de birlibirloque y alquimia pecuniaria para cuadrar las cuentas... El presupuesto es de 55.000 euros. Y la gente come, merienda, bebe y duerme en Valencia con ese angosto presupuesto que se nutre desde tres fuentes: los patrocinadores, una pequeña derrama pública y la pasta recaudada de la taquilla. Como Sara sabe que la cultura ocupa varios frentes, a los invitados también se les muestra la cercana huerta valenciana, que les deslumbra, las sabrosas esencias de la horchata y los fartons de Alboraya, que les flipan, así como algún paseo navegando por La Albufera, que les asombra. De ese modo se marchan encantados y agradecidos de Valencia y prometen regresar para levantar proyectos relacionados con la industria cultural y con futuros rodajes de películas que tantos beneficios pueden reportarnos. Porque la cultura, queridos lectores, también es una industria que merece nuestros mimos.
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