Francisco Pérez Puche
Martes, 7 de octubre 2014, 22:03
Por doquier cadáveres alemanes, en los bordes del camino, en las hondonadas, en los campos ¡por doquier! Veíanse cadáveres que habían conservado las posturas más extrañas: las rodillas plegadas y al aire, o derechos, todavía con el brazo apoyado en el talud de la trinchera
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La trinchera fue, probablemente, el más feroz de los descubrimientos bélicos de la Gran Guerra Europea. El 20 de septiembre de 1914, pasados ya diez días de la gran batalla del Marne, LAS PROVINCIAS pudo publicar la información de primera mano recibida por los periodistas y cronistas que estaban siendo autorizados a recorrer los frentes de guerra. Los testimonios reunidos en la primera página del diario eran sobrecogedores: las ruinas, la destrucción, la muerte--- estaban en cualquier parte. Eran el balance terrorífico de un conflicto que, en realidad, solamente había desplegado la primera de sus grandes batallas, la del Marne.
Fue una batalla destinada a evitar que Paris, gracias a la decisión del mariscal Joffre y el general Foch, cayera en manos de los alemanes, que habían arrasado ya Bélgica. Seis mil taxis de París, cargados de soldados, hicieron en última instancia la labor de refuerzo y salvación en un frente de combate que llegó a estar a tan solo 50 kilómetros de la Ciudad Luz.
Claro que, alcanzada la victoria del Marne los frentes se estabilizaron y las trincheras se convirtieron en el símbolo de una guerra estancada. Se asegura que, con el paso de los meses, las trincheras se cobraron tantos muertos por frío, hambre y falta de higiene como por bombardeos o disparos. Porque llovía y la trinchera se convirtió en un lodazal donde había que pasar todo el día, con barro hasta la rodilla, esperando una orden que nunca llegaba. Los pies se congelaban y la gangrena se encargaba de matar, sin distingos, a soldados de todas las naciones rebozados en sucio barro.
Alambres de espino, tierra de nadie, espacios sembrados de cadáveres y un doble juego de excavaciones que formaban laberintos, casamatas. Una de las proezas de la guerra, a estas alturas da igual mencionar el bando, fue la de excavar un túnel de casi un kilómetro de longitud para llegar a los dominios del enemigo y producirle una terrible voladura desde el subsuelo.
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Cuando se daba la orden de atacar era casi un alivio, porque había cesado el bombardeo de obuses que machacaban las posiciones. Los hombres, si podían, salían de sus agujeros y avanzaban bajo el fuego enemigo, intentando pasar por encima de las alambradas. Mientras tanto, recordemos War Horse, la gran película de Steven Spielberg sobre el conflicto, los cadáveres de los soldados se mezclaban en confusión con los de los caballos, en un monumental homenaje a la inutilidad de las guerras.
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