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Mujeres en su casa destruida por un ataque alemán.
«No quedaban perros, nos los comimos»

«No quedaban perros, nos los comimos»

Testimonio del horror. Un libro recoge historias de mujeres que sufrieron el terrible sitio de Leningrado

CÉSAR COCA

Martes, 25 de noviembre 2014, 19:56

En la primavera de 1942, nuestra salvación fueron la hierba, el pegamento y las correas de cuero (...) Ya no quedaban perros en la ciudad: nos los habíamos comido todos». Vera Vladímirovna Miliútina, diseñadora y actriz de teatro, dejó escritos sus recuerdos del sitio de Leningrado, uno de los episodios más atroces de un siglo que no fue precisamente escaso en ellos. A lo largo de los dos años y medio que duró el cerco alemán, murieron más de un millón de personas. Muy pocas perecieron víctimas de los bombardeos. El hambre y el frío se llevaron por delante a casi la mitad de la población que la actual San Petersburgo tenía al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Durante ese tiempo, con los hombres en el frente o en el gulag -las purgas de Stalin se cebaron con la antigua capital de los zares-, las mujeres se convirtieron en la principal mano de obra en oficinas, hospitales y fábricas. También fueron las protagonistas principales de la resistencia ante el invasor. Y lo contaron. Escritos de mujeres desde el sitio de Leningrado, de Cynthia Simmons y Nina Perlina (Ed. La Uña Rota), recopila treinta de esos testimonios, procedentes de diarios, artículos, entrevistas personales y cartas. En esos textos se narra el horror en primera persona.

Las cifras del cerco

  • Escritos de mujeres desde el sitio de Leningrado. Recopilación y edición de Cynthia Simmons y Nina Perlina. Introducción histórica de Richard Birlack. Ediciones La Uña Rota. 393 págs. Segovia 2014. Precio 19,90 euros.

  • 872 días estuvo cercada la ciudad por los alemanes del 8 de septiembre de 1941 al 27 de enero de 1944.

  • 1 millón de civiles muertos en la ciudad y los barrios más próximos al centro. Casi dos millones entre civiles y militares si se incluyen los combates desarrollados en toda la zona.

  • 125 gramos de pan era casi la única comida diaria de la mayor parte de la población en los peores tiempos del racionamiento.

Está, en primer lugar, el hambre. El mismo día que se inició el sitio, la aviación alemana bombardeó el almacén Badáiev, principal depósito de alimentos de la ciudad. La comida escaseó de inmediato y los cupos del racionamiento fueron cada vez menores. En el momento de mayor escasez, finales de noviembre de 1941, buena parte de la población recibía sólo 125 gramos de pan diarios. Un pan «moreno, de color verdoso, cuya mitad era serrín», cuenta Vera S. Kostrovítskaia, bailarina del Kirov. La dieta se completaba con una sopa de hojas de berza.

Ese primer invierno del sitio fue uno de los más terribles que se recuerdan. La temperatura alcanzó con frecuencia los 40º bajo cero. No había agua corriente porque las tuberías se congelaron y pronto se acabó el combustible para la calefacción. «Nos acostábamos con el abrigo puesto, envueltas en pañoletas y todo lo que teníamos. Pero, ¿qué más podíamos hacer cuando te levantabas y el agua que habías dejado en un vaso estaba helada?», se pregunta Valentina Busjúieva, hija de un represaliado. En los hospitales, cuenta la cirujana Valentina Gorójova, «los medicamentos se congelaban». Apenas se podía hacer nada por los enfermos. Natalia Strogánova, que entonces era apenas una niña, no ha olvidado que una de sus tías agonizó en medio de largas alucinaciones en las que se veía rodeada de manjares. «¡Vino, vino, carne!», gritaba.

Sólo los militares y los artistas -la vida cultural continuó- tenían derecho a raciones más consistentes. El estreno de la Sinfonía Nº 7 de Shostakovich (Leningrado) fue posible porque se reclutó a músicos con la promesa de que les darían de comer tras los ensayos. Ksenia Matus, oboísta, tuvo que llevar su instrumento a reparar porque el frío afectó a las válvulas. Cuando preguntó al mecánico qué le debía, éste le dijo que no quería dinero porque no le servía de nada. «Traeme un gatito», pidió. Para comérselo.

El espectáculo de los cadáveres tirados en el suelo no se interrumpió durante todo el sitio, en especial en los inviernos. «Los cadáveres yacían en las aceras envueltos en sábanas, atados por las piernas y el cuello con cordel. Así era como las familias los enterraban», relata Natalia Strogánova. Aún más cruda en su relato es Sofia Nikoláievna Buriakova, ama de casa: «Frente a la iglesia se había erigido un tendal, que estaba casi lleno hasta los topes de cuerpos. Desde allí, los enterradores los transportaban en camillas a la fosa común, pisoteando los cadáveres depositados con anterioridad».

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