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carlos benito
Martes, 30 de diciembre 2014, 12:26
Los dos hombres fueron enterrados el 25 de noviembre de 1963, aunque las ceremonias no tuvieron mucho que ver. Al funeral de John Fitzgerald Kennedy, presidente de Estados Unidos asesinado tres días antes, acudieron representantes de noventa países, para expresar el hondo dolor del mundo por tantas promesas truncadas. Su tumba sería visitada por dieciséis millones de personas en los tres años siguientes. Despidiendo a Lee Harvey Oswald, en cambio, solo estuvieron cinco parientes sentados en sillas de aluminio, unos cuantos funcionarios policiales y un enjambre de periodistas. A dos de los reporteros, de las agencias de noticias Associated Press y United Press, les tocó incluso arrimar el hombro y cargar con el féretro. Oswald era, por supuesto, el hombre que había matado a Kennedy, asesinado a su vez dos días después de cometer el magnicidio de Dallas.
El hermano mayor de Oswald, Robert, corrió con los gastos del entierro. Pagó 710 dólares por un sencillo ataúd, un traje oscuro para amortajar al difunto, los costes de la inhumación y unas flores que dignificasen el funeral. Medio siglo después, aquella caja de pino incluida en el lote le está dando inesperados quebraderos de cabeza: los objetos vinculados de alguna manera con el asesinato de JFK, uno de los momentos cruciales de la historia estadounidense, se han convertido en reliquias y atraen a los coleccionistas más allá de cualquier valoración lógica.
El féretro volvió a la luz en 1981. La muerte de JFK había quedado envuelta muy pronto en una maraña de supuestas conspiraciones, a cuál más rocambolesca. Entre todas estas teorías destacaron las del autor británico Michael Eddowes, convencido de que el hombre que ocupaba la tumba no era en realidad Lee Harvey Oswald, sino un agente soviético que guardaba un gran parecido físico con él. Oswald había vivido dos años y medio en la URSS y, según Eddowes, los rusos habían dado el cambiazo para eliminar al presidente de Estados Unidos. La hipótesis, por disparatada que parezca, obtuvo el suficiente eco como para que se procediese a una exhumación: el examen forense de la dentadura confirmó que Oswald, efectivamente, era Oswald, pero antes de enterrarlo de nuevo aprovecharon para cambiarle el ataúd, muy deteriorado por los dieciocho años pasados bajo tierra.
La mesa de la morgue
La cobertura de hormigón había dejado pasar la humedad y la caja de pino estaba hecha polvo, sin tapa, con los adornos metálicos oxidados. Pero seguía siendo el ataúd del magnicida y, una vez libre de su inquilino, se podía sacar algo por él: la funeraria lo subastó en 2010 y la puja se remató en 87.469 dólares, unos 65.000 euros. La identidad del comprador, que rivalizó hasta el último momento con otro postor, no se ha hecho pública. Otros lotes de aquella sesión incluían el primer certificado de defunción de Oswald, la mesa de la morgue sobre la que descansó su cuerpo e incluso diverso instrumental empleado con su cadáver. Puede sorprender el interés por piezas de relación tan tangencial con el asesinato, pero, cuando demolieron el apartamento de Dallas en el que Oswald había residido seis meses con su esposa, también se subastaron el váter, la bañera e incluso ladrillos sueltos y tablones del suelo.
Al hermano no le hizo ninguna gracia la venta del ataúd y presentó una querella que ha bloqueado la entrega al misterioso comprador. Estos días, un juez de Texas ha de decidir sobre este singular conflicto. Robert Oswald, que tiene ya 80 años y ha declarado a través de un vídeo, defiende que sacar al mercado los restos del féretro fue una iniciativa "macabra" y "de mal gusto". Su deseo es que destruyan de una vez ese objeto que jamás pensó volver a ver: "No conozco ningún caso en el que alguien haya comprado un ataúd usado", afirma. Los abogados de la empresa de pompas fúnebres, en cambio, sostienen que él "regaló" la caja a su hermano y ya no tiene ningún derecho sobre ella, mientras que los herederos legítimos del magnicida -su viuda y sus dos hijas- jamás llegaron a reclamar el ataúd desenterrado. Insisten, además, en que la pieza es "parte de la Historia". Una parte más valiosa de lo que nadie imaginó.
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